El catedrático emérito de Ingeniería Química, José Coca Prados, evocaba hace unos días en “La Nueva España” su amistad con el pediatra y también catedrático de Medicina, Manuel Crespo Hernández, fallecido en abril de 2017. El artículo se sumaba al homenaje que le tributaba ese día la Real Academia de Medicina del Principado de Asturias al doctor Crespo por su contribución al desarrollo de la Pediatría en Asturias. El profesor Coca recordaba cómo su amistad con el doctor Crespo se cimentó cuando ambos pasaron por las aulas de la Universidad de Salamanca. “No estoy cualificado para analizar la trayectoria profesional del doctor Crespo”, escribe el profesor Coca, “pero desearía rememorar en esta ocasión unos tiempos universitarios ya lejanos, enormemente estimulantes y que sirvieron para orientar nuestro futuro”. Aprovechamos para reproducir en nuestro blog el breve relato de aquella experiencia en la Universidad de Salamanca de los años 60.
La Real Academia de Medicina del Principado de Asturias organiza en el día de hoy un homenaje in memoriam al profesor doctor Manuel Crespo Hernández, médico pediatra y catedrático de la Facultad de Medicina de Oviedo, fallecido en abril de 2017. Quiero unirme a ese homenaje, en calidad de salmantino y amigo de su familia, ya que por avatares del destino tuvimos vidas universitarias paralelas.
Nacimos y estudiamos en Salamanca, fuimos profesores adjuntos en Valladolid y finalmente catedráticos en Oviedo. No estoy cualificado para analizar la trayectoria profesional del Dr. Crespo, pero desearía en esta ocasión rememorar unos tiempos universitarios ya lejanos, enormemente estimulantes y que sirvieron para orientar nuestro futuro.
Decía Baltasar Gracián que: “El agua participa de las cualidades buenas o malas del cauce por donde fluye y el hombre del clima donde nace”. Y es que el ser humano suele quedar marcado por los lugares en los que estudió bachillerato y fue a la universidad. Los recuerdos se hacen aún más profundos cuando se trata de Salamanca, con su antigua universidad y tradiciones estudiantiles, en la que el estudiante se pasea entre joyas del Renacimiento de piedra dorada. Ya en 1254 el Papa Alejandro IV, escribí a Alfonso X que Salamanca era una ciudad “ubérrima” para el estudio debido a la “salubridad del aire y muchas otras oportunidades”. Es natural que ese clima y su entorno lleguen a imprimir carácter, a “todos los que la apacibilidad de su vivienda han gustado”, como dijo Cervantes.
En los años 60 del pasado siglo a la universidad española era pobre de solemnidad, resultado de un largo periodo de postguerra, en cuanto a bibliotecas y laboratorios. Decía el Prof. Vián Ortuño, rector de la Universidad Complutense de Madrid, que el presupuesto de la universidad española de entonces era menor que el déficit de Renfe. Muchos profesores de universidad, a raíz de la guerra civil, tomaron el camino del exilio o fueron víctimas de la depuración. Sin embargo, ya en nuestra generación, llegaban a la universidad catedráticos brillantes, que habían superado duras oposiciones, en las que había que saber la asignatura, además de haber realizado una investigación en consonancia con los medios existentes. Un buen número de aquellos catedráticos habían tenido estancias prolongadas en centros del extranjero antes de acceder a la cátedra, a pesar de que el pasaporte español no permitía viajar a los países del Este de Europa, era necesario el visado para el resto de países y además no había viajes “low-cost”. Casi todos los catedráticos de Salamanca no eran salmantinos, en la Facultad de Química ninguno y casi ocurría lo mismo en la de Medicina. Incluso el rector de la universidad, el profesor Alfonso Balcells Gorina, catedrático de Patología General, era catalán.
La ciudad de Salamanca, brindaba el sosiego y un ambiente ideal para quien tuviese deseos de estudiar y aprender. Es posible que para un estudiante de medicina, la gran ciudad podía ofrecer la ventaja de un mayor número de hospitales y diversidad de casos clínicos, pero también un mayor número de distracciones y tiempos muertos, empleados en el transporte. Existía además la facilidad de relacionarse con alumnos de otras Facultades, lo que contribuía a un enriquecimiento cultural. Salamanca contaba con un alto número de estudiantes extranjeros, la mayor parte de Iberoamérica, que principalmente estudiaban Medicina. Había un 10% que procedían del Reino Unido y Estados Unidos, que seguían un Curso Superior de Filología Hispánica. Las Facultades experimentales (Medicina y Química) disponían de unas instalaciones modestas en sus equipamientos y hasta en su ventilación. La plaza Mayor de Salamanca (que fue el lugar donde conocía al doctor Crespo, tomando café) era el punto donde confluían los estudiantes de las distintas facultades después de las clases y fácilmente se podía distinguir a los “médicos” por su olor a éter y a los “químicos” por su olor a sulfuro de hidrógeno. Una prueba de que las campanas extractoras de gases eran muy elementales o inexistentes.
La universidad contaba con profesores de prestigio, que sin necesidad de crear barreras idiomáticas para incentivar la nefasta endogamia, supieron darle una proyección internacional, equiparable a la Complutense de Madrid o a la de Barcelona, universidades de referencia de entonces. En esa ciudad, que como decía don Miguel de Unamuno “es fiesta para los ojos y para el espíritu”, fue donde se formaron en esos años insignes personalidades, como el doctor Arístides Royo (y su esposa asturiana), que llegó a ser presidente del Panamá y posteriormente embajador de su país en España y Francia. Asimismo, prestigiosos fiscales, juristas, médicos, químicos y catedráticos de universidad que se dispersaron por toda la geografía nacional.
Terminada su licenciatura en Medicina, el doctor Crespo realizó su tesis doctoral bajo la dirección del profesor Ernesto Sánchez-Villares y después una estancia postdoctoral en la Universidad de Zurich. Al trasladarse con su director de tesis a la Universidad de Valladolid compartimos, por azar del destino, dos años como profesores adjuntos, que tendrían su continuación en la Universidad de Oviedo, en los puestos de catedrático, director de departamento y decano, en nuestras respectivas facultades.
Con un amplio bagaje de conocimientos el doctor Manuel Crespo organizó y contribuyó al desarrollo de la Pediatría en Asturias, en la incipiente Facultad de Medicina de Oviedo y en la Residencia Sanitaria, como jefe de servicio. Bajo su dirección se ha formado un buen número de médicos en esa especialidad. En reconocimiento a su labor en el Ayuntamiento de Oviedo aprobó dar su nombre a una calle en el entorno del Hospital Universitario Central de Asturias, a lo que se une el homenaje que le tributa la Real Academia de Medicina. Me imagino que el doctor Crespo, con su probidad castellana, no hubiese deseado más honores y se sentiría complacido con los testimonios de agradecimiento y respeto que tuvo en vida por parte de sus discípulos, colegas y amigos.
El doctor Crespo ya no está entre nosotros, pero permanece el recuerdo de su gran talante personal, su prestigio profesional y su leal amistad. Al recordar el entorno universitario en que se formó, no desearía mitificar el pasado, para concluir que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Sin embargo, sería necesario reflexionar sobre los valores de antaño y como con escasos medios se puede servir a una sociedad, que en la actualidad ha de prepararse para hacer frente a retos importantes que se plantearán en el futuro inmediato.