El 27 de septiembre de 1825 un tren fue de Stockton a Darlington, Gran Bretaña, arrastrado por una locomotora de vapor. La línea no era para viajeros. Se dedicaba al transporte de carbón principalmente, con vagones tirados por caballos, con tracción de sangre, como se decía. Pero ese día era especial. Se presentaba la primera locomotora destinada a arrastrar los vagones, la que sustituiría a la tracción animal. Por eso algunos de los venidos al acontecimiento subieron al tren. Los jinetes que cabalgaban delante para avisar del peligro enseguida fueron adelantados por el convoy. La locomotora había sido construida por Stephenson. La llamó Locomotion.
Cuatro años después, en 1829, se inauguró el primer ferrocarril de vapor, este sí, para transportar viajeros. De Liverpool a Manchester. La locomotora fue otra de Stephenson, que ahora llamó The Rocket, El Cohete.
A partir de ese momento la construcción de ferrocarriles para trenes con locomotoras de vapor se extendió por todo el mundo. España inauguró su primero en 1837, de Güines a la Habana, en Cuba. En 1848 el de Barcelona a Mataró. En 1855 en nuestro país había ya cuatrocientos quilómetros de vías férreas.
La máquina de vapor se hizo visible en las locomotoras. Pero movía mucho más: bombas para elevar agua, barcos, telares y otros mecanismos. Todo lo que necesitara movimiento permanente podía ser impulsado por una máquina de vapor. Fue el motor de la revolución industrial del siglo XIX.
Y surgió, de pronto, la necesidad de idear, diseñar, hacer y manejar tanto artefacto, de disponer de personal cualificado para las nuevas actividades. Solo en el mundo del ferrocarril había que fabricar carriles, desvíos, cruzamientos, ruedas, bielas, depósitos de agua, bombas hidráulicas, calderas, cilindros, locomotoras, vagones, coches de viajeros…, además de construir vías. Y algo parecido para el resto de la industria. Se requería personal con conocimientos para fundición, fabricación y mecanizado de las piezas de todo tipo de máquinas para actividades diversas, y para atender a su funcionamiento. Y había que proyectar y construir los lugares e instalaciones en los que esa fabricación se llevara a cabo.
Con fecha 5 de septiembre de 1850 el ministro de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, Manuel de Seijas Lozano, publica el real decreto que hoy se conoce como de creación de la enseñanza industrial. La organizó aparte de la enseñanza existente, con centros propios, fuera de las universidades y de los institutos. Creó tres niveles: el elemental, el de ampliación y el superior. El superior solo se impartiría en Madrid.
Algunas ciudades fueron solicitando su escuela industrial. Béjar fue la primera en conseguirla. Se la otorgó una real orden de Isabel II de 20 de julio de 1852, y el 5 de noviembre de ese mismo año se inauguró. Es el primer antecedente de su actual Escuela Técnica Superior de Ingeniería Industrial.
En el resto de Europa se habían adoptado y se adoptaron soluciones semejantes, con centros específicos para esta nueva enseñanza, sin relación con la universidad. Quizá por sus objetivos. Se trataba de formar profesionales. Se enseñaba a diseñar, proyectar y fabricar cosas útiles, las que venían haciéndose en los talleres, en las fundiciones, las que construían los herreros, como los Stephenson, padre e hijo. Un conocimiento muy alejado del de la universidad de entonces, más próxima al primer y segundo estados.
Y así durante más de un siglo. En España hasta 1970, el año de la Ley General de Educación, de Villar Palasí. Esa ley integró las enseñanzas técnicas en las universidades tradicionales allí donde no pudo crear universidades politécnicas. Como consecuencia, la escuela de Béjar pasó a ser un centro de la Universidad de Salamanca en 1972. Fue el primer contacto de nuestra universidad con la ingeniería. Primer contacto de la universidad de Salamanca y de otras universidades de España.
Hoy la Universidad de Salamanca ya dice en sus estatutos que uno de sus fines es “La contribución a la formación y perfeccionamiento de profesionales cualificados”. Y algo parecido las demás.