Michèle Roberts, novelista y poeta, dio unas conferencias y seminarios a los alumnos de la especialidad de Filología Inglesa en marzo de 1995. A nuestros estudiantes les presentó su obra, tanto narrativa como poética, y habló asimismo de las últimas tendencias de la literatura inglesa. Esta autora vivía entonces a caballo entre Inglaterra y Francia. Su obra, marcadamente feminista, está profundamente comprometida con cuestiones esenciales tanto para los varones como para las mujeres: la soledad, las relaciones humanas, las dudas religiosas, las relaciones con la madre, el nuevo carácter multicultural de las sociedades de fin de siglo, etc. En 1992 había quedado finalista para el Premio Booker (el más prestigioso de las letras inglesas, como se sabe), y en 1993 fue galardonada con el “WH Smith Literary Award”. En Francia fue nombrada Chevalier de l’Ordre des arts et des Lettres.

Michèle Roberts también había publicado por esas fechas narraciones breves, una obra de teatro y un guion televisivo, trabajos estos que fueron escritos en su mayor parte, nos confesó, mientras trabajaba en la limpieza de un hospital. Igualmente nos dijo que antes de obtener el reconocimiento literario, había sido cocinera (sus conocimientos culinarios se pueden detectar en varios de sus libros), mecanógrafa, trabajó en Tailandia para el British Council y fue editora de varias revistas de poesía. En sus novelas se aprecia una gran preocupación por la religión y la sexualidad femenina, algo que en su momento la convirtió en una escritora polémica, a quien la crítica le asignó la etiqueta de “feminista experimental” (¿?) acaso para poder explicar su análisis de la posición de la mujer en la sociedad contemporánea. En la hasta hora última novela, Ignorance (2012) aborda de nuevo los tres elementos dominantes en su narrativa: religión, sexo y gastronomía.

Su padre era inglés protestante, y su madre francesa católica. Fue educada en un convento de monjas inglesas donde se esperaba que profesara y, posteriormente, pasó a estudiar en Oxford, donde disfrutó ampliamente de la libertad que la educación monjil le había negado.

Aprovechó su estancia en Salamanca para presentarnos la última novela recién aparecida en las librerías, Daughters of the House (Las hijas de la casa), obra en torno a la santa francesa Teresa de Lisieux., escrita con una prosa sensual, deliberadamente ambigua y obsesionada tanto por la descripción de los más nimios detalles como por la naturaleza trasgresora de la santidad femenina.

En el transcurso de nuestras conversaciones dejó muy claro que se sentía anticlerical y feminista al mismo tiempo. Pero como estaba preparando su próximo libro, Impossible Saints, me pidió que la llevara a Alba de Tormes a conocer el sepulcro de Teresa de Jesús y algunos lugares relacionados con las peripecias vitales de la santa andariega. Michèle le estaba dando vueltas a la idea de hasta qué punto la condición femenina y rebelde de la santa y su defensa de la autonomía espiritual afectó tanto a su vida como a su escritura.

En Alba de Tormes un frailecico nos enseñó el entorno teresiano visitable entonces, con especial detenimiento en el brazo incorrupto y el corazón de Santa Teresa. Pero antes, como tenía por costumbre el venerable fraile, nos hizo ponernos de rodillas, rezar un padre nuestro, con ave maría y gloria, y nos bendijo a continuación. Yo miraba a Michèle de reojo, por si su agnosticismo declarado y su ascendencia anti-religiosa se desbocaban ante tal ritual, pero participó de las oraciones con santa y aparente unción. Intuía yo que el resabio de las monjas de su época adolescente no llegaba a tanto.

Al regreso de Alba le propuse una frugal merienda. Aceptó, pero me advirtió que era vegetariana. Como el menú en casa se basaba fundamentalmente en fiambres y productos de la tierra (nada vegetarianos, por cierto), se le ofreció una ensalada. Pero en cuanto, por pura curiosidad y ante mi insistencia, probó el jamón, aparcó el vegetarianismo para centrarse con delectación en los productos de Guijuelo. Creo recordar que se llevó consigo una prueba y correspondió con el envío, unos días más tarde, de una buena pieza de salchichón de Normandía. Está claro que la santa abulense había obrado uno de sus milagros.