¿Cómo te llamas? ¿De dónde procedes? ¿Cómo te definirías?
Me llamo Paulo Antonio Gatica Cote. Nací en Cádiz el 11 de diciembre de 1984. Me cuesta pensar en una definición, pues definirse supone también limitarse o someterse a unas coordenadas. Creo que me sentiría cómodo con términos como vocación y esfuerzo.
¿Qué has estudiado en la USAL? ¿Por qué elegiste tus estudios?
Estudié el Máster en Literatura Española e Hispanoamericana: estudios avanzados y el Doctorado en Español: investigación avanzada en Lengua y Literatura. Desde que empecé la carrera en Cádiz siempre me interesó la literatura española contemporánea. Sabía que en Salamanca daba clases Luis García Jambrina, uno de los mayores especialistas en poesía española de posguerra; de ahí que inevitablemente pensara en la USAL para seguir trabajando en esta línea. Quería que él fuera mi director del TFM y aprender en un entorno tan estimulante como el que ofrece la ciudad.
¿Por qué decidiste estudiar en la Universidad de Salamanca?
Seguramente, debería mencionar sus ocho siglos de historia, sus ilustres egresados… No obstante, la mejor forma de responder a esta pregunta es con una anécdota: mis padres fueron a Salamanca en 2006. Yo estudiaba Filología hispánica en la Universidad de Cádiz y, por ese motivo, me trajeron una fotografía del Palacio de Anaya, sede de la Facultad de Filología. Cuando me enseñaron la imagen les dije que yo terminaría estudiando allí. Al final, hice algo más que estudiar.
¿Qué destacarías de tu experiencia personal en la USAL?
Además de mi relación con algunos buenos amigos del Departamento de Literatura Española e Hispanoamericana, me parece que mi trayectoria en la USAL no se entiende sin mi directora de tesis Francisca Noguerol. Puedo decir que ella fue la razón por la que decidí doctorarme en Salamanca.
¿Qué crees que te ha aportado esta universidad en tu carrera profesional?
Sin duda, me quedaría con todo lo aprendido. Salamanca me hizo madurar emocional e intelectualmente.
Tu libro ‘Aforismos, Lapidaria’, saldrá publicado en la editorial Trea. Se ha retrasado la publicación por la pandemia (de 2020 a 2021). ¿Qué quieres contar en este libro? ¿Por qué te aventuraste a escribirlo?
Desde que empecé a escribir con un mínimo de conciencia mi expresión ha tendido a la brevedad. Tengo un poemario en el cajón que muestra esta “evolución”: los primeros poemas eran más largos y con el tiempo fueron adelgazando. En cierto modo, el aforismo ya estaba ahí, en esas páginas, cuando realmente empecé a conocerlo como género literario de la mano de la tesis doctoral.
Lapidaria es el resultado de un proyecto de cuatro o cinco años (2015-2019) en el que intenté compaginar mis intereses como investigador con la escritura creativa. No sé muy bien qué tengo que contar o si hay algo que contar; solo sé que esta manera de escribir casa muy bien con mi forma de pensar. Como sentencia Carlos Marzal: “Pienso en aforismos, y alguna vez me parafraseo”.
Acerca de sus posibles interpretaciones, voy a tomar la salida fácil: prefiero que hablen los lectores.
¿Has participado en alguna actividad de las ofertadas por la USAL? (Ej. Tuna, Servicio de Deportes, Servicio Central de Idiomas, Servicio de Asuntos Sociales, etc)
Estuve en el equipo de fútbol sala de Filología durante mi año de máster. Coordiné con Luis García Jambrina el ciclo de poesía “Intersecciones” entre 2014 y 2016.
¿Qué te pareció la ciudad? ¿Cuál ha sido tu mejor experiencia en ella?
La ciudad me impresionó mucho la primera vez. Hay rincones muy especiales: Anaya, el edificio histórico de la Universidad, la Catedral Vieja, el puente romano, Las Conchas, San Esteban, el DA2… Salamanca me ha marcado y su significado ha ido cambiando conmigo. Es innegable su influencia.
Creo que mi mejor experiencia fue la entrega del Premio Extraordinario de Doctorado en el Paraninfo. Un momento tremendamente emocionante y feliz para mis padres.
Si quieres, cuéntanos alguna anécdota de tu etapa en la Universidad.
Entre todas las posibles, me quedo con la siguiente: la última semana del curso 2013/2014 hizo buen tiempo y les dije a mis estudiantes de Literatura Hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX que daríamos clase en la calle. Les entusiasmó la iniciativa. Nos colocamos en una de las escaleras de acceso al perímetro de la catedral, casi enfrente de la facultad. Les noté relajados, incluso felices durante esa hora de clase. Es más, nos convertimos en una especie de atracción turística, ya que más de un curioso se sentaba en los escalones para escuchar la lección. Guardo con cariño la fotografía de ese momento único. Me la regalaron el día de su graduación. Mi primera fiesta de graduación como profesor.