En cierta ocasión me encomendaron que escribiese un “discurso” para la jubilación de un compañero. Al comenzar a redactar, me dije a mí mismo que no debía caer en los tópicos al uso, por más que el cariño que intentamos trasmitir al compañero que nos deja, nos lleve a repetirlos como se repite el “¡Vivan los novios!” en todas las bodas. Y eso a pesar de que estos hayan advertido a los amigos, antes de la ceremonia, que nada de gritar vulgaridades. Incluso entré en el mundo de internet, de la Wikipedia y otros lugares donde, lo juro por el más Sagrado Diseño Curricular de nuestra Enseñanza, hay miles de sitios en los que se anuncian cosas de este tenor: cómo componer un discurso de jubilación; o también: qué no decir en un discurso de jubilación, consejos para un jubilado, la salud y la jubilación, la sexualidad de los jubilados, los derechos de los jubilados. Algunas entradas se inauguraban con unas prometedoras interrogaciones: ¿Hay vida después de la jubilación? ¿Puede un jubilado votar a Podemos?… y otras eran aún más aparatosas. Un verdadero cosmos de información inabarcable, así que desistí para atenerme a lo que mi prudencia me aconsejara. Consecuentemente, me decidí por hablar poco pero sentidamente del homenajeado, por no abusar de anécdotas ‒las más de la veces algo exageradas y distorsionadas con el paso de los años‒, y especialmente, por explayarme algo más en un intento de filosofar, siquiera fuese sencillamente, acerca de qué fuera eso de jubilarse y si el hecho produce alguna mutación en nuestra esencia humana que requiera una estrategia diversificada en el último tramo de la vida.
Por eso creo que puede ser interesante ofrecer a cualquiera que se jubile, docente o no, algunos consejos ante esta etapa que, para algunos (los de la botella medio vacía), es la última, y para los optimistas es la etapa de la botella medio llena que debemos seguir colmando de interesantes y espléndidas novedades.
Todos sabemos que la jubilación, tal como la conocemos, es un logro social de apenas unas décadas en la sociedad del bienestar, aunque siempre se suele citar aquella costumbre romana de jubilar a los legionarios al llegar a cierta edad. Aquellos “emeriti” que, en cuanto se descuidaba el emperador de turno, iban y fundaban nada menos que una Augusta Emérita. Sin embargo, hoy no nos obligan a empeños tan grandes, sino a retirarnos del trabajo, recibir una paga vitalicia y, como mucho, apuntarnos a los viajes del IMSERSO. Pero hay una característica importante en nuestras jubilaciones actuales: hemos aguantado en el trabajo durante 35 o más años y hemos cotizado convenientemente a la caja común de los pensionistas, como se hacía antes; pero, bien porque la esperanza media de vida ha aumentado bastante, bien porque nos cuidamos mejor, lo cierto es que nos jubilamos, en términos relativos, bastante jóvenes y, en algunos casos, con una apariencia envidiable. Ya no se espera que en unos pocos años nos presentemos al examen final ineludible ni redactemos nuestra última programación vital, sino que vivamos un largo tiempo dentro de una carcasa saludable regida por un montón de neuronas bien conectadas. Y entonces, creo, la etapa de la jubilación se convierte en un período totalmente abierto a actividades hiperdiversificadas, transversales a tope y, además, en el seno de la dulce ausencia de un horario. Jubilarse ya no es, como escribió el propio Delibes en la “Hoja roja”, la antesala de la muerte; ya no hay que temer, como en el archicitado soneto de Quevedo, que nuestro báculo sea más corvo y menos fuerte. Felizmente, la jubilación, hoy, es otra cosa. La jubilación se entiende ahora como un premio tras muchos años de trabajo. No para el descanso ni el ocio senil, sino como la apertura gratuita a un sinfín de nuevas oportunidades.
Por esa razón me atrevo a proponer a cualquiera que se jubile algunas recomendaciones para su inmediato futuro. Recomendaciones que, como si fueran los siete pecados capitales y las siete famosas virtudes, he agrupado en siete prácticas honestas para los jubilados, que, si se les diera la vuelta cual calcetines, se convertirían en lo que nunca un jubilado debería hacer.
La primera es reconocer que uno, aunque de mente juvenil, ya tiene cierta edad que desaconseja los devaneos. Para que no les suceda lo que a cierto jubilado (podría ser yo mismo) quien, imaginando que el cariñoso saludo de una moza hipermercadónica que lucía en su más que turgente pecho el letrerito de Begoña, era un prometedor suceso, inició con ella una conversación enardecida, hasta que la jovencita en cuestión le cortó con un: ¿Pero es que no se acuerda de mí, don Jesús?, usted le dio clase a mi madre en el año tropecientos y a mí en cuarto de la ESO hace ocho años. Vaya chasco.
Una segunda es seguir acudiendo de vez en cuando al Centro donde ejerciste, no para dar envidia, sino para que los colegas te disfruten y para que tú no les olvides. Una tercera recomendación es adaptarse a la ausencia del paraguas de un reloj. A partir de ahora, vas a tener todo el tiempo del mundo y debes decidir cómo llenarlo. En cuarto lugar, sugiero esta frase: “La jubilación, si la aprovechas bien, va a ser el mejor trabajo y el tiempo mejor invertido de tu vida. Porque no vas a dedicar tus días a ganar dinero, sino a ti mismo.” La quinta es que, como dice una doctora apellidada Ortiz, pienses que “jubilarse del trabajo no quiere decir jubilarse de la vida”.
En sexto lugar, que olvides cuanto antes toda la nomenclatura y el hermético léxico de nuestra moderna práctica pedagógica, pues en tu vida real no te va servir para nada. Ni comprar el periódico es un objetivo procedimental, ni viajar a Lisboa es una concreción curricular, ni escribir a un amigo una atención a la diversidad; y mucho menos, querer a tu mujer es una evaluación continua intrafamiliar y hacer el amor una adaptación de la Programación de Área.
Y la séptima y definitiva, es que sigas siendo, por muchísimos trienios, tal como eres, una persona entrañable y un amigo de los de “para toda la vida”.
(*Diario HOY. 03/02/2018)