La orden de predicadores dominicos, fundada en 1215 por Santo Domingo de Guzman para presentar el mensaje del evangelio con la fuerza de la palabra, de la razón y del argumento, extendió su espíritu por las ciudades universitarias de la época, donde su palabra calaba especialmente. Así fue como ya en 1222 los dominicos llegaron a Salamanca, donde en 1256 fundaron el Convento de San Esteban, del que surgieron algunos de los grandes protagonistas de la historia la Universidad de Salamanca.
Es el caso de Domingo de Soto, que llegó a Salamanca en 1525, tras haberse ordenado dominico en el convento de San Pablo de Burgos, momento en el que cambió su nombre de pila, Francisco, por el nombre del fundador de la orden.
De Soto había nacido en Segovia en 1495, sus dotes para el estudio le llevaron en 1510 a la Universidad de Alcalá de Henares, donde se graduó como bachiller en 1516, partiendo para continuar su formación en la Universidad de París. Allí estudio teología y alumno del dominico Francisco de Vitoria, con el que luego volvería a coincidir en Salamanca, graduándose como maestro de artes en 1519. Regresó a España en 1520, incorporándose a la Universidad de Alcalá como profesor de filosofía, donde terminó de madurar su vocación religiosa, y tras un retiro espiritual en la abadía benedictina de Montserrat en 1524, decide ordenarse dominico.
El magisterio de Domingo de Soto en la Universidad de Salamanca comenzó en el curso 1531-1532, donde ejerció como suplente de Francisco de Vitoria, quien ocupó la cátedra de prima de Teología desde 1526 hasta su fallecimiento en 1546. Posteriormente de Soto alcanzó la cátedra de vísperas de Teología en 1532, ejerciéndola hasta 1549. A la vez que explicaba la “Summa Theologica” del también dominico Santo Tomás de Aquino, de Soto se interesaba por los problemas filosóficos y el contexto político de la época, implicándose en la defensa de la dignidad y la libertad de todos los seres humanos. Así, entre 1540 y 1542, mientras de Soto ejerció como prior del convento de San Esteban, se manifestó por los derechos de los pobres frente a la rigidez de las leyes contra la mendicidad, tal como escribió en su “Deliberación en causa de los pobres”, publicada en 1545. Ese mismo afán fue el que le llevó a manifestarse a favor de los derechos de los indígenas americanos y su evangelización pacífica, y así lo defendió durante su participación en la Junta de Valladolid de 1550-1551 donde se debatió sobre el trato a los indios americanos.
También de Soto se interesó por la legitimidad de los préstamos y los negocios bancarios, reflexionando sobre la contradicción que suponen con la doctrina de la Iglesia, defendiendo la búsqueda de beneficios a la vez que criticando las prácticas de usura. También abordó los problemas de la propiedad privada y la propiedad colectiva, sus ventajas e inconvenientes para promover la paz y el bienestar de las gentes.
A todas estas inquietudes, hay que unir la faceta científica de Domingo de Soto, que comenzó a desarrollar durante su estancia en Paris. Allí conoció la física matemática desarrollada por los calculadores del Merton College de Oxford, que habían introducido entre 1325 y 1350 los conceptos movimiento uniforme (de velocidad constante) y movimiento no uniforme (con aceleración). Allí conoció también las teorías del movimiento de Jean Buridan (1300-1358), Alberto de Sajonia (1316-1390) y Nicolás de Oresme (1323-1382), cuyas obras avanzaron en la cuantificación de los problemas físicos, superando la descripción cualitativa del movimiento en la física de Aristóteles, para distinguir entre su descripción (cinemática) y sus causas (dinámica).
Fruto de esa formación Domingo de Soto se convirtió en pionero de la ciencia moderna, conectando la abstracción matemática con la realidad física, para así explicar las leyes de la naturaleza. Fue precisamente explicando la Física de Aristóteles cómo en 1545 de Soto escribió “Super octo libros Physicorum Aristotelis commentaria” y “Super octo libros physicorum Aristotelis quaestiones”, aunque su edición se retrasó hasta 1551, debido al los viajes de Domingo para participar en el Concilio de Trento y en la Dieta de Ausburgo, como teólogo imperial del emperador Carlos I, del que también fue confesor. En estas obras se enuncia por primera vez una ley de caída de los “graves” (objetos que tienen peso), aplicando el “teorema del valor medio” de la cinemática del Merton College de Oxford, que había aprendido durante su estancia en la Universidad de París. La ley formulada por Domingo de Soto afirma que la caída libre de los cuerpos es un movimiento uniformemente acelerado (uniformites disformis), donde la distancia recorrida depende del tiempo trascurrido.
De este modo, Domingo de Soto se anticipa en sesenta años a la ley de gravedad formulada por Galileo Galilei, ideando un experimento para dejar caer objetos desde la Torre de Pisa, y llegando a la conclusión que en una situación ideal (sin rozamiento con el aire) todos tardaban el mismo tiempo en llegar al suelo, cayendo con la misma aceleración, fuera cual fuera su masa. Estas serían las ideas que más de un siglo después desarrollaría Isaac Newton, enunciando en 1687 la ley de la gravitación universal, hay quien dice que inspirado por la caída de una manzana.
El compromiso científico y académico de Domingo de Soto con la Universidad de Salamanca se mantuvo hasta su muerte en 1560, rechazando el obispado de Segovia que el emperador Carlos I le ofreció en 1549, aunque sí aceptó en 1550 el cargo de calificador de libros del Santo Oficio, así como la presidencia de las Junta de Subsidio tras la abdicación de Carlos I en Felipe II.