Cuando escogemos a alguien o algo, como nuestro preferido para un determinado fin, entre varias posibilidades que se nos ofrecen, estamos haciendo una elección. Y si algo caracteriza una democracia como modelo de gobierno, es precisamente la existencia de elecciones periódicas, en las que los ciudadanos podemos elegir libremente a nuestros representantes en los asuntos públicos.

Así que no es de extrañar que, tal como establece la Constitución Española en su artículo 23, los españoles andemos de cuando en cuando (para algunos más y para otros menos a menudo de lo que parecería necesario, por lo que hemos podido comprobar últimamente) dedicado a ejercer el sufragio, curiosa palabra derivada del latín “suffragium”, utilizado por los antiguos romanos para denominar el voto con el que expresar una elección. Y no es que en aquella época se utilizaran papeletas, sino fragmentos quebrados de cerámica con los nombres de los candidatos a elegir (“fragium” significa romper y producir estruendo de rotura) desde el pueblo (“suf” significa desde abajo). Aunque también algunas elecciones se hacían por aclamación entre hombres que, situados bajo quien aspiraba a ser elegido, agitaban sus armas produciendo un fragor (lo que también conduciría a la misma composición de palabras “suf” y “fragium”).

El caso es que una vez emitidos los votos, entonces y ahora, hay que contarlos y con los números o porcentajes de voto que salgan, repartir de modo proporcional los cargos o escaños. Y aquí es donde toca acudir a las matemáticas si queremos alcanzar un consenso en el reparto, porque los decimales que resultan de aplicar las proporciones complican bastante las cosas. Pongamos un ejemplo: hay que repartir 4 escaños, para los que han sido elegidos 3 partidos con porcentajes de voto del 56%, 22% y 12%, de modo que al primero le tocan el 56% de 4 escaños, que son 2,24, al segundo le tocarían 22%, 0,88 escaños, y al tercero el 12%, 0,48 escaños. Parece claro que al primero habría que darle 2 escaños y tendría un resto de 0,24 escaños, que 1 escaño sería para el que después de repartir esos 2 escaños, mantiene un resto más grande, que en este caso sería el 0,88 del segundo partido, y sucesivamente con el otro escaño que queda por repartir. Este sistema parece razonable, pero conduce a una curiosa paradoja: puede ocurrir que al aumentar el número de escaños a distribuir, cambien esos decimales de los restos, y con el mismo número de votos se obtengan menos escaños.

Esto fue precisamente lo que ocurrió en Estados Unidos, en las elecciones a la Cámara de Representantes de 1880, cuando al aumentar los escaños de 299 a 300, al estado de Alabama bajó de 8 a 7 representantes, hecho que ha pasado a la historia como “la paradoja de Alabama”, y que puso al gobierno americano a buscar un nuevo sistema de reparto de escaños, lo que aportó algunos años más tarde un matemático estadounidense de nombre Edward Vermilye Huntington (1874-1952).

A pesar de su dedicación a la matemática pura y al álgebra abstracta, el destino de Huntington en el ejército americano durante la Primera Guerra Mundial (1914-1917) le llevó a trabajar en las aplicaciones de la estadística a los problemas militares. Y de ahí pasó a estudiar los problemas de reparto de escaños, proponiendo un sistema de distribución con el que consiguió convencer al Congreso de los Estados Unidos, que lo adoptó en 1941 y todavía continúa utilizándose, el denominado “método Huntington“, que es similar a la “ley D’Hont” a la que estamos acostumbrados en las democracias europeas.

Estos sistemas consisten en aplicar divisores, hasta el número de escaños, a los votos obtenidos por cada partido, asignando los escaños a los partidos que obtienen mayores cocientes. Por ejemplo, para distribuir 4 escaños entre 3 partidos que han sacado 56, 22 y 12 votos, se dividen esos votos por 1 (evidentemente, resulta 56, 22 y 12), luego por 2 (y resulta 28, 11 y 6), luego por 3 (lo que da 18.66, 7.33 y 4) y por 4 (sale 14, 5.5 y 3) y se toman los 4 cocientes más altos: 3 del primer partido (los de dividir por 1, por 2 y por 3) y 1 del segundo partido (al dividir por 1).

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Así se hace con la ley D’Hont, y la técnica de Huntington consiste en afinar las divisiones, por la raíz cuadrada del producto de escaños por sí mismo más 1 (es decir, en lugar de dividir por ejemplo por 2 escaños, se divide por la raíz cuadrada de 5, resultado de 2 por 2 más 1), demostrando que de este modo el reparto se ajusta más a la proporción de votos.

Así que, ya ven, cómo de la pasión por el álgebra abstracta se puede pasar a enredarse con todo un problema político… y es que para los matemáticos, nada nos es ajeno.