Hablar ahora de pestes, virus y pandemias podría parecer que es mencionar la soga en casa del ahorcado. Sin embargo, lo único que pretendo al traer estos desagradables vocablos a colación es demostrar que el ser humano se ha enfrentado a lo largo de la historia a situaciones mucho peores que la actual y ha sabido salir airoso. Como va a salir de esta tesitura en la que el coronavirus nos tiene confinados en nuestros hogares. No queda otro remedio y es el mejor en estas circunstancias, por más que nos incomode y trastoque nuestra cotidianidad.
Brotes epidémicos de uno u otro tipo han surgido siempre desde la más remota antigüedad. Ya Hipócrates, en el siglo V antes de Cristo, nos habla de una enfermedad masiva, posiblemente una modalidad de gripe, de grandes y nefastas repercusiones. Durante la Edad Media, Occidente se vio sometido a sucesivos brotes epidémicos. Puede que la primera gran peste de la que se tiene cumplida noticia fuera la conocida como Peste Negra, que se extendió por toda Europa entre los años 1346 y 1348, con una expansión de unos cinco kilómetros diarios, y que se llevó por delante casi la mitad de los habitantes del continente. Entre las víctimas italianas estuvo Laura, el amor inmortalizado de Petrarca, cuya pérdida lloró en sentidos versos.
Como la medicina de la época se mostraba impotente, se decidió someter a cuarentena a quienes padecían los primeros síntomas. Y aquí viene la literatura a ilustrarnos al respecto. Boccaccio, en el Decamerón, nos presenta a un grupo de jóvenes de Florencia (siete mujeres y tres varones) que para eludir el contagio deciden recluirse en una villa alejada de la ciudad y esperar allí a que pase el peligro. Y como se aburren, acuerdan entretener el tiempo contando historias. Esta obra clásica de la literatura sería llevada a la pantalla con el mismo título por Pier Paolo Pasolini. La película, primera entrega de la Trilogía de la vida (junto con Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches) se estrenó en 1971 y no ha envejecido. Puede ser un ameno recurso en estos días de obligado confinamiento, con sus escenas de humor, amor, poesía, adulterios, erotismo, picardías, jolgorios y hedonismo en general.
Esa oleada de pestes dio lugar a diferentes manifestaciones artísticas, tales como grabados, crónicas, poemas y bailes tan conocidos como la Danza de la Muerte, que siglos más tarde el músico Camile Saint-Saens plasmaría en su gran obra La Danza Macabra. Esta primera y pestífera calamidad global parece que vino desde China a través de la ruta de la seda y se extendió desde el Mar Negro –a bordo de un barco de navegantes genoveses– hasta Europa, donde las ciudades portuarias y las más comerciales se llevaron la peor parte. Supuso en su momento una de las primeras catástrofes demográficas de las que se tiene noticia.
A los pasajeros del segundo viaje de Colón se les atribuye el salto de la peste a América en 1493. En esa expedición se llevaron a Santo Domingo unas pocas cerdas que resultaron enfermas. A raíz de esto se produjeron las primeras señales de contagios entre los miembros de la tripulación, primero, y la población nativa, después. Esta circunstancia puede considerarse como una de las primeras muestras de la globalización. De la globalización del mal, claro. Por cierto, que de la gran mortalidad de indígenas taínos a causa de estas pestilentes enfermedades y de los maltratos de los encomenderos nos habla Luis García Jambrina en su última novela, El manuscrito de aire. Otra recomendada lectura para estos recoletos días.
Un tiempo después, en la Inglaterra shakespeareana, la peste bubónica volvió a manifestarse en dos ocasiones en el plazo de once años, concretamente en 1592 y 1603. Las transmisoras fueron las pulgas de las ratas, pero se les echó la culpa a los perros callejeros descarriados. Las autoridades determinaron acabar con ellos, con lo cual las ratas tuvieron menos enemigos –debían de tener tal tamaño que hasta los gatos las temían– y se multiplicaron exponencialmente. Londres había incrementado considerablemente su población y el hacinamiento y la falta de higiene contribuyeron a la expansión de los roedores. Podría decirse que Shakespeare sobrevivió por puro azar, porque el mismo año de su nacimiento (1546) hubo una epidemia en la región de Stratford que barrió dos tercios de la población infantil del pueblo. Como curiosidad, un año después llegó el tabaco a Londres y pronto se hizo muy popular, tanto para usos recreativos como para usos medicinales, y como profiláctico para la peste, pues se creía que era de gran utilidad para combatirla. Incluso se dice que hacían fumar a los niños con el fin de reforzar las defensas ante el terrible enemigo que se cebaba principalmente con la infancia.
Y hablando de fumar, hace unos cinco años se produjo un curioso descubrimiento. Alguien encontró restos de marihuana en las cazoletas de unas pipas que pudieron haber pertenecido al Bardo de Stratford, puesto que aparecieron en el jardín de la que se supone había sido su casa natal. De ser así, bien pudiera deducirse que alguno de los 154 sublimes sonetos pudo deber su inspiración y su bien carpinteada factura a un Shakespeare “colocado”. Quién sabe. Lo que sí es cierto es que otros grandes sonetistas de la época isabelina eran adictos a la nicotina. Empedernidos fumadores, como Sir Walter Raleigh, por ejemplo, cuyo nombre ha servido de marca en nuestro tiempo para una conocida picadura de pipa. Sea como fuere, lo del cannabis shakespeareano es cuando menos discutible. Una de las primeras publicaciones antitabaco se debe al rey Jacobo I, ascendido al trono en 1603 a la muerte de la longeva Isabel I (aunque no tan longeva como Isabel II). El monarca escribió en 1604 todo un tratado en contra de ese “vil hábito” de fumar. No creía en las virtudes medicinales y sí en los perjuicios que reportaba a la salud de sus súbditos. Beneficioso era, en cambio, para los plantadores y exportadores de las colonias americanas.
Por apelar a otra muestra literaria en torno a estos males epidémicos, no quiero dejar en el tintero la obra de Daniel Defoe Diario del año de la peste, publicada en 1722, tres años después de que viera la luz su famoso Robinson Crusoe. Defoe narra las vicisitudes y desgracias de su protagonista durante la peste que asoló Londres en 1665, episodio que el novelista recreó entre la ficción y la realidad, puesto que cuando escribió el Diario tenía cinco años y poco podía recordar de tan infausto paso del virus por la ciudad del Támesis.
Quien sí dejó testimonio fidedigno del día a día de esa peste londinense fue Samuel Pepys. El primer día de enero de 1660 comenzó a escribir un Diario que mantuvo hasta mediados de 1669. Se trata de un diario muy personal, escrito de forma cifrada, cuyo autor nunca pretendió que saliera del estricto ámbito de su intimidad. De ese carácter íntimo deriva precisamente su fiabilidad. Pues bien, en la entrada correspondiente al 7 de junio este testigo directo recoge ya la primera noticia del mal que se iba extendiendo. Y de ahí en adelante van apareciendo datos sucesivos: evolución de las cifras según las autoridades londinenses, el grado en que afecta a amigos y vecinos, la incidencia en los diferentes estratos sociales, las repercusiones económicas, etc. Las cifras de bajas fueron aterradoras hasta el punto de que la epidemia mató a una quinta parte de la población de Londres. Como curiosidad –y a modo de lección para el futuro– hubo un pueblo en el condado de Derby en el que sus habitantes decidieron autoimponerse una estricta cuarentena para no sucumbir ante la enfermedad que se iba cebando con las poblaciones vecinas. El resultado fue que apenas hubo víctimas en ese lugar concreto. La gran plaga pasó de largo. Posteriores investigaciones atribuirían el hecho a la observancia de la cuarentena y al confinamiento de los habitantes en sus respectivos hogares, aunque algunas especulaciones apuntaran a que en ese grupo poblacional concreto pudo darse algún tipo de protección de origen genético que desarrollara inmunidad frente al virus asesino. Sea como fuere, la cuarentena como medida de prevención no debió de ser ajena al favorable desarrollo de los acontecimientos. Las estadísticas fueron contundentes al respecto. Tomemos, pues, nota.
Pasemos por alto El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez y La Peste, de Camus. Ambos libros se están leyendo ahora con voracidad (no sé si los dos en parecida proporción) y finalicemos con unas palabras sobre la mal llamada “gripe española” de 1918, también conocida como “Spanish Lady” y “mal de moda”. Como se sabe, de española no tenía nada, salvo la difusión del mal a través de la prensa de nuestro país en unos años en los que los medios europeos censuraban toda noticia relativa a una epidemia que estaba causando más muertes que la Guerra Mundial concluida ese mismo año. Los periódicos españoles, en cambio, airearon puntualmente todos los detalles, características y dimensiones de la enfermedad, que parece que el propio Alfonso XIII llegó a contraer. De ahí que le atribuyeran a España la paternidad de algo que le era totalmente ajeno. Está visto que la leyenda negra continuaba en pleno siglo XX.
El primer brote gripal se registró en marzo en Estados Unidos en una base militar de Kansas y se creyó que la epidemia provenía de China, aunque hay quien apunta a que su origen estuvo en Gran Bretaña o en Francia (para muchos españoles era la “gripe francesa”). En abril la enfermedad ya había llegado a Francia y rápidamente contaminó a los soldados franceses, ingleses, alemanes y norteamericanos. En mayo hizo su aparición en España, Portugal, Italia, Escocia y llegó hasta la península de los Balcanes. En diciembre ya estaba en toda América del Sur y también se detectó en África y hasta en las islas del Pacífico. Una de sus víctimas fue el presidente norteamericano Woodrow Wilson, que acudió a las negociaciones de Versalles a principios de 1919. En Europa castigó sobre todo a España e Italia. Como detalle estadístico digamos que si la Primera Guerra Mundial causó ocho millones de muertes, por causa de la gripe fallecieron casi cien millones de personas en todo el mundo (un cuarto de millón tan solo en España). Hoy el “mal de moda” es el título de una canción interpretada por un agrupo musical femenino asturiano (Muyeres).
En resumen, la humanidad ha experimentado cíclicamente males y catástrofes de todo tipo. Pero retomando la pandemia actual y sin minimizar la gravedad del asunto, conviene hacer hincapié en la sensibilización mundial y en la responsabilidad cívica puesta a flor de piel. La sociedad se ha concienciado y, por lo que hemos visto hasta ahora, España reacciona de manera ejemplar. Parece como si hubiéramos redescubierto el elemento que subyace a toda iniciativa filantrópica y solidaria: el amor, ese “quinto elemento” que nos recuerda la película francesa así titulada, dirigida por Luc Besson en 1997 y protagonizada por Bruce Willis. El amor es el quinto elemento que vence toda adversidad y libera al mundo del peligro de adentrarse en la última catástrofe, la definitiva. Y junto al amor vencedor del caos, yo añadiría la poesía, que nos acerca a cuanto nos importa, que en tiempos de turbulencia anuncia el futuro, pone en jaque al pasado y hace alumbrar su luz en medio de las tinieblas.
Los sentidos aplausos al personal sanitario que brotan de los corazones de la gente, las músicas y cánticos que se propagan de balcón a balcón, las voces de ánimo que resuenan como ecos en la soledad de las calles, los juegos y ocurrencias divertidas que distienden los ánimos tensos de la vecindad, el sentir del pueblo ante un desafío novedoso al que aún le queda cuerda para más o menos rato, me hace concebir esperanzas. No digo que me reconcilie del todo con los políticos que no siempre han estado a la altura, porque en ese gremio, como decía san Jerónimo en su traducción de la Vulgata, stultorum infinitus est numerus. No creo que el número de necios sea ilimitado. Lo que pasa es que a los idiotas se les nota más. Pero la gente normal, el pueblo que se queda en casa y cumple con las normas de convivencia tan alteradas en estos días tiene que salir victorioso. Porque, como se repite hasta la saciedad, juntos derrotaremos al virus; porque no han de flaquear los ánimos; y porque el corazón, la razón y la historia están de nuestra parte.