EPÍSTOLA SEGUNDA: DE INFIRMITATIBUS PROFESSORUM²

Al muy reverendo Arcipreste, de su deudo el licenciado Galavis.

Cumpliendo el encargo de vuesa merced, púseme a investigar sobre qué enfermedades son las que padecen más de común los enseñantes y si alguna de ellas es fruto no sólo de su penoso quehacer sino también de sus pecados, que como ya dijo Diástoles de Ifigenia, “Por alta y noble que sea la labor del magisterio, hombres son y no ángeles quienes la interpretan”.

Mis alumnos y yo hemos consultado varios tratados sobre el asunto, entre ellos el Insania discentium del toscano Festivus Ponstrimestralis y el Florilegio de Alifafes del alfaquín tunecino Gael Mhuface, a mi juicio estos dos los más rigurosos y completos; además hemos traducido el Vademecum Zaragozanum, la Abscesum ad conditionem e, incluso, hemos tenido en cuenta los estudios que sobre “Opilaciones de Domines” recientemente ha publicado el afamado terapeuta Don Luis de Malta.

Así mismo hemos mantenido correspondencia y consultas con Estudios, Universidades, Ateneos y Academias, entre ellos los de Bruxelas, Salamanca, Nicea y San Lenimburgo, y para mayor seguridad, hemos recabado el parecer del Archidecano del Sínodo Pontificio de la mismísima Roma.

En fin, Sr. Don Gil, que de la varia y extensa ciencia escrita por doctores, físicos, galenos o facultativos, tanto del pasado como del presente, ya sea de Europa o de las Indias, ya sea de otros mundos…de todo este acervo medicinal, creo no reste nada, al menos de lo más principal, que no hayamos desmenuzado y contemplado a la hora de alumbrar este trabajillo que ofrezco a su superior consideración.

Y a la luz de todo este material recopilado, hemos llegado a la conclusión de que el cuerpo de enseñantes es de los más castigados por afecciones de entre todos los cuerpos públicos, hasta el punto que sospecho si algún poder maléfico y oculto no nos quiera escarmentar envidioso de la cuasi sagrada misión que la Providencia nos tiene encomendada. Catalogado hemos hasta doscientas y sesenta y seis, eso sí, no todas graves, pero las más de entre ellas cursan con bastante daño, requiriendo casi siempre atención de los físicos (amén de preparados de botica) y alguna, como luego se verá, ni siquiera tiene cura.

Tan prolijo sería el relato de todas ellas por junto, que el empeño ocuparía más espacio que la ocasión requiere y con toda seguridad aburriría a vuesa merced. Por ello en ésta sólo le describo las cuatro más principales tanto por su gravedad como generalizado padecimiento entre nuestros colegas, y le advierto que mi modesta persona las ha sufrido o las sufre todavía en mayor o menor grado.

Llámase la primera Neurastenia Magistral o, también, morbo de la Identidad Perdida. Achaque es este más del alma que del cuerpo, padeciéndola los enseñantes con tres o más lustros de ejercicio. Se obsesionan los afectados sobre si lo que hacen sirva para algo, si los alumnos asimilan mucho o poco y aún si merezca la pena que aprendan de tan poco como éstos manifiestan pretenderlo. Siéntense poco o nada recompensados por su trabajo, y en el transcurso de la enfermedad el rostro se les torna serio, el mirar fijo y el pecho no cesa de exhalar suspiros. Incluso alguno hay, de los más graves, que llora sin consuelo diciendo a grandes gritos que quisiera encontrar otro trabajo, si no fuera porque ya no se le alcance, y piensan que ciertamente se librarán del Infierno pues en vida lo vienen ya sufriendo. Cúrase este morbo a la larga con jubilación y a la corta con vacaciones estivales.

El segundo mal es la Reformitis Fóbica. Achaque es éste también del alma pero al mismo tiempo de las vísceras y, según Avicena, de los más íntimos humores los cuales se agrían y corrompen causando gran molestia y altas fiebres a quien lo sufre. Los maestros y profesores infectados no pueden oír ni mentárseles la Reforma Educativa y menos aún que se les proponga anticiparla: al solo anuncio de la misma sufren sudoraciones y palpitaciones, se les revuelven las tripas y hasta llegan al síncope si se les insiste a modo, pues antes prefieren morir que aventurarse en novedades engañosas, por más que lo que hacen no les satisfaga. Parece que si no media milagro, este mal es incurable.

Las Fiebres Calendarias son hijas de unos miasmas que se desarrollan no más acaban los rigores del estío. Atacan a los enseñantes al inicio del curso y los contagiados se congregan en grupos de tres o cuatro, presos de febril actividad: en sacando uno de ellos un calendario, escudriñan con ahínco qué fiestas tenga el trimestre, cuántos “puentes” podrán ser conseguidos o concedidos por la autoridad y en qué día de la semana caiga el Pilar, Todos los Santos o la Constitución Inmaculada. Estas fiebres, por ser tercianas, remiten pronto, aunque hay veces que dan en recidiva entre Santo Tomás y Carnavales. Su curso es benigno, salvo complicaciones.

La última que le señalo es la Artrosis Aúlica. Afecta ésta a toda edad y condición de nuestro Público Cuerpo, aunque no es de las más extendidas: un proceso degenerativo atrofia los huesos, músculos y tendones hasta que pierden su natural elasticidad y, además, los tímpanos de los oídos se atiesan y encallecen que cuasi los trueca inútiles. Quienes padecen estos achaques escasamente oyen la campana que anuncia el inicio de las clases y, cuando por ausencia de sus colegas cae en la cuenta de su olvido, se dirigen a las aulas con lentos ademanes y andares cansinos, mostrando cara de mucho padecimiento que se acrecienta aún más si para acceder a la clase hay que remontar alguna escalera de las que abundan en nuestros Estudios. Semitullidos son y tan impedidos parecen que da más pena verlos a ellos que a los condenados arrastrados a un auto de fe.

Asombra a nuestros doctores, no obstante, que muchos de ellos sólo sufren el mal al ir pero no al volver, pues en sonando la campana de la salida, estos cuitados dan en mejorar de su mal y con animoso caminar, erguido pecho y resplandeciente semblante, son los primeros en llegar a la Sala de Refrigerios y Descansos, de tal guisa que nadie los tuviera por enfermos una hora antes.

Muchas otras habría para describirle, Sr. Arcipreste, pero ya le dije que la ocasión no es propicia. Quede para más adelante el relato de otras muchas, siempre que alguna no me contagie de modo que me aparte de la enseñanza de por vida, lo cual no sería de extrañar.

El cielo me confunda si no dije verdad y vos, Sr. Arcipreste, rece por mi alma que mi cuerpo, como se ha visto, poco remedio tiene. Suyo per saecula sexenium.


[1] Se publicó en Escuela Española, en el nº 3 224 de 2 de marzo de 1995, en Debate profesional, en el nº 60 de febrero de 1995 y en la revista Cátedra Nova en el nº 18 de diciembre de 2003.