EPÍSTOLA CUARTA: DE SI EXISTA LA CALIDAD Y AUN SI SE PUEDA DAR EN LA ENSEÑANZA¹

Mi Señor Arcipreste don Gil:
Debo confesaros que me habéis puesto en verdadero aprieto con esta pregunta que recientemente me habéis planteado acerca de si la Enseñanza General admite gradación y si pueda ser ésta la de la Calidad.

Una cuestión previa es la misma denominación de la Ley, cuyo enunciado resulta más que ambiguo pues en él no queda claro a quién se refiera la palabra calidad, si a la ley o a la enseñanza. ¿La ley de Calidad de la Enseñanza quiere decir que es una ley de calidad o la calidad se refiere a la Enseñanza? En el primer caso, es decir, que se quiera afirmar que es una Ley de calidad, se introduciría un novedoso concepto en Derecho sobre si unas leyes son de calidad y otras no tanto. Sin embargo es evidente que aquí se quieren referir a la Enseñanza, por lo que con más propiedad deberían haberla titulado como Ley de la Calidad en la Enseñanza. Pero hay más y es sobre el aspecto etimológico y semántico de la palabra en cuestión, pues que calidad (del latín qualitas) en principio no significa más que “… el ser de las cosas, el estado actual de ellas …” al decir del Diccionario de Autoridades –y de otros posteriores– y por lo tanto se distinguen diferentes calidades, buenas, malas y peores, tantas como cosas existen. En el asunto que nos ocupa, nuestras autoridades ministeriales han preferido utilizar el sustantivo calidad con otra acepción, en su sentido absoluto, equiparando el vocablo a la idea de algo bueno, excelente, es decir, de buena calidad por lo que, con mayor precisión, la tal ley debería haberse bautizado como Ley Para Alcanzar una Excelente Calidad en la Enseñanza que, por cierto, adolece hoy en día de una más que mediana calidad.

Sepa vuesa Merced que el segundo problema que se me viene a las mientes –en un plano puramente filosófico– es si en verdad exista eso de la Calidad, pues más parece que el concepto sea similar al del Amor el cual no existe sino en abstracto, aunque pedestremente lo concretamos cada uno cuando sentimos interés por el sexo contrario (o por el mesmo, que también se estila) diciendo así que estamos enamorados. Con lo que resultaría por similitud de conceptos que no existe una Calidad abstracta en la Enseñanza sino enseñantes y discentes que, al pie de la obra, como enamorados del saber, o atraídos por la cultura, enseñan y aprenden cálidamente –y de ahí lo de la calidad, digo yo– y se hacen mejores practicando esas tareas, con lo que su calidad como personas aumenta en proporción al esfuerzo y el cariño que hayan puesto en enseñar y aprender.

Y sea el tercer problema el de discernir si La Calidad, ya sea un ente abstracto, ya una realidad verdadera, se pueda legislar, tal como se legisla sobre los negocios de los comunes. o las relaciones entre las repúblicas o las reglas de las herencias, pongo por caso. Y aquí, mi admirado Señor Arcipreste, me dejo llevar más por mi corazón que por el intelecto o la razón para presumir que, cuanto menos se legisle en este ámbito, mejor. Como se ha dicho hasta la saciedad, la tarea de enseñar es de las más nobles de entre los oficios de los humanos y sin embargo sólo es tal si se la hace noble, pero no necesariamente será noble porque se decrete su nobleza. Volviendo a la comparación con el amor, milenios llevamos los humanos disfrutando o padeciendo ese sarpullido en lo más profundo de nuestras ánimas y, que yo sepa, nunca se legisló para hacer de él algo con más o menos qualitas salvo lo que se legisló sobre el matrimonio, donde puede que haya amor pero donde también se mezclan otras realidades más espurias. Piensa uno en su simpleza que mejor hubiera sido legislar sobre Las Condiciones que deben rodear a la Enseñanza para hacerla Excelsa, título para una ley bastante utópico, rimbombante y poco adecuado para esgrimirlo en las publicaciones periódicas o en las manifestaciones públicas, pero que indudablemente sería más creíble que la que se nos prepara. Y entonces, si se les preguntara a los enseñantes acerca de qué condiciones y circunstancias deberían impregnar su trabajo, a buen seguro que la Ley que se promulgara a partir de esa consulta previa sería una auténtica Ley de Calidad y depararía una Enseñanza de Calidad Suprema, como la de los famosos turrones de Navidad.

Y basta, Señor Arcipreste, que mi menguado caletre no da para más calidades. Reciba un cálido saludo de su servidor y amigo que ahora se dispone a calificar unos exámenes de alumnos, es decir, a discernir el grado de calidad que contienen… y así se podría iniciar otra reflexión más o menos filosófica sobre la calidad de las llamadas pruebas objetivas.


¹Se publicó en Escuela Española en el nº 3.570 de 27 de febrero de 2003 y en Cátedra Nova, en el nº 20 de diciembre de 2004.