EPÍSTOLA SÉPTIMA: EL ABSCESO Y LA CONDICIÓN¹

Mi Señor arcipreste Don Gil: Grato me es comunicarle que al fin accedí a la catedraticia condición, aunque creo, con toda modestia, que la tal prebenda se me ha concedido más por mis muchos años que por los saberes que pueda atesorar mi ya menguado caletre. Bien sabe su merced que lo que el vulgo dice sobre que el diablo sepa más por antigüedad en el cargo que por su propio ser, es harto razonable y verdadero, y no seré yo quien dude de ello.

El caso es que ahora ando apesadumbrado, pues si bien es cierto que ya he superado la enfermedad o absceso que sufrió mi ánima –a modo de forúnculo enquistado en mis pensamientos–, no es menos cierto que desde el cambio de categoría no consigo dilucidar con claridad qué sea eso de la condición adquirida ni para qué sirva.

He preguntado a mis colegas si han observado algún cambio en mi persona, bien porque tenga ahora un porte más distinguido, bien porque mis ademanes sean de mayor elegancia, o se desprenda algún tipo de aureola de mi persona que yo no sea capaz de apreciar. Diz que no, y uno, que por apreciarme merece crédito, afirma incluso que desde que empezaron las lluvias me encuentra algo mustio y ligeramente desaliñado.

En mis clases me vengo autoanalizando desde hace días por comprobar si éstas fueran de una mayor calidad u hondura, pero sospecho que no sea así. Los alumnos las siguen sin comprender lo que les resulta incomprensible y comprenden lo que les resulta más asequible con cierta rapidez, salvo alguna notable excepción irreductible. El que ahora parezca que estudien más, creo se deba al temor de próximos exámenes antes que a mi condición recién incorporada.

En fin, que como por fuera no se apreciaba cambio alguno, he pensado si las mutaciones no serían por dentro y así, como modesta aportación a las ciencias del Cuerpo en general, y de mi cuerpo en concreto, me he herido levemente en el dedo corazón de mi mano izquierda con un punzón, y para sorpresa mía la sangre que ha manado es roja de de tono bermellón, como era antes del evento, aunque un poco pálida y menos fluida que antaño, cosa que achaco a lo de mi edad que ya se dijo. Similar observación he realizado con otro fluido de mi cuerpo, esta vez sin mediar punzón: pues bien, salvo ligeras variaciones de caudal, la color de esas íntimas aguas sigue siendo la de todos los humanos en tales trances.

Y pues que ni en lo interno ni en lo externo, ni el soma o la psiqué ofrecen cambio alguno respecto de mi etapa anterior –cuando era docente de a pie–, me dirijo a su probada superior sabiduría por si pudiera explicarme en qué radique lo de esa condición que ahora sustento y si en adelante soy ente al que se le añade un accidente o el propio accidente constituye parte de mi esencia.

Yo, a la espera de la suya, guárdome mucho de hablar con casi nadie, no siendo que descubran que esta condición no imprime carácter.


 

¹El absceso y la condición se publicó en Debate profesional, nº 88 del año X,  febrero de 1998.