EPÍSTOLA DÉCIMA: DE CUERNOS Y SOFOCOS ¹

Estimada Amiga: De cuanto me narráis acerca de la abundancia de cuernos que suponéis –y aun comprobáis– se aplican y se soportan en la villa que os acoge, hay varios aspectos que me han llamado mucho la atención. Sea el principal que barrunto que a su propia persona le inquieta la cuestión, temiendo contaminarse de tan licenciosas costumbres, y verse envuelta en algún embrollo de calzones y calzoncillos semejante a los de “faldas” que se prodigan entre los hombres. Y observe, además, que en estos casos son también evidentes los distingos o discriminaciones que se hacen al referirse a cada uno de los dos sexos, pues se dice “el cornudo” cuando es el varón quien sufre la afrenta de su pareja, pero se suele decir “la engañada” cuando a quien se ultraja es a la mujer. Posiblemente porque hay algo de machismo encubierto en la catalogación, pensándose que la mujer es más débil y no es capaz de soportar el peso de los aderezos óseos y sí la carga del engaño, más liviana de masa.

Ahora bien, en lo que concierne a sus preguntas concretas acerca de si conozco el grado de infidelidad amorosa que se genere entre los docentes, así como la tasa de diversificación matrimonial que se acostumbra entre ellos, o si se practica el devaneo transversal entre dómines y dóminas, con toda seguridad le digo –pues le recuerdo que soy confesor de muchos de ellos–, que es este un pecado de poca monta cabe los enseñantes. A lo sumo doy fe de algún pecadillo de pensamiento y aun de palabra, en inocuos coqueteos apenas esbozados en los refrigerios entre clase y clase, y poco más, pues el de obra rara vez se me ha confesado por ninguno de sus colegas. Y es cosa admirable que sea tan leve la mixtura erótica entre los docentes, dado el intenso esfuerzo que entraña su trabajo, las desmesuradas tensiones a las que se ven reducidos y lo íntimo de su convivencia día tras día entre pasillos y aulas. Pues ya se sabe que allí donde un colectivo anda en desazón a causa de su faena, por medio se pasea el demonio atizando pasiones con la promesa engañosa de un laborar más relajado y divertido. Pero, insisto, lo que son amores libertinos y desenfados pasionales, si los hay son escasos, y a mí ni me llegan en confesión, ni me llegaron tampoco como tentación siendo dómine mozo, ya ha de eso muchos sexenios. Explicación para esta escasez de derretimientos, aparte de la posible idiosincrasia del colectivo, no encuentro sino en las circunstancias poco poéticas y contraamatorias que implica la moderna pedagogía de nuestra profesión. ¿A quién le quedarán ganas de iniciar un cortejo tras escuchar de su posible enamorado (o enamorada) tan extrañas disertaciones sobre las capacidades recuperativas de sus alumnos, en una sesión de evaluación continua? ¿Quién intentaría un flirteo con su Jefe o Jefa de Departamento, capaz de redactar sesenta y cinco páginas llenas de actividades transversales para alumnos de trece años en la Programación anual? ¿Qué héroe del amor sería capaz de echar los tejos a una compañera en el recreo, tras haber intentado aplicar en su aula la concreción del Proyecto Curricular del Área de Sociales, con gran regocijo de sus alumnos y escasísimo éxito propedeútico? ¿Qué alma sensible pudiera iniciar un galanteo a la salida del primer Claustro del curso, tras recibir un horario en el que se le adjudican clases de recuperación de repetidores un viernes a última hora de la lectiva jornada? Difícil, difícil cuestión.

Y pues que me pedís consejo por si alguna vez saltara la liebre, en este caso una liebre desahogada y licenciosilla, y para asesoraros, he consultado a varios clásicos de este género. A mi modesto entender, resulta lo más acertado aquello que escribió el filósofo helenístico Pendonio de Siracusa en su afamada obra “De spabilatione feminarum”. De ella copio los párrafos que siguen, por si le sirven de guía y mejor orientación: “…y afirmo también que son los cuernos como melecina del desposorio, si son de la mujer al hombre y muy secretos. Que a quien los pone, o bien le confirman en el cariño de su cónyuge legal –si en la obligada comparanza este sale ganador frente al nuevo amante–, asentándose así aún más los cimientos del maridaje, o bien a la mujer se le abren nuevos horizontes amatorios que sirvan de espita con que aflojar la presión, a veces insostenible, del vínculo matrimonial.”.

Hasta aquí Pendonio el siracusano. Y añado yo de mi propia cosecha que se ha de insistir en el carácter callado de los cuernos que se administren. No hay más que acudir a nuestros clásicos para documentar el disimulo con que se debe comportar la mujer infiel, como ya pregonara el bueno de fray Antonio de Guevara allá por el siglo XVI, al afirmar que si bien para la conciencia el devaneo femenino es mal asunto, al menos para la honra es menos dañina la aventura escondida que no la pública. Aparte de que son los hombres muy dados a los alborotos cuando los descubren, y en esos momentos sufren grandemente, explotan en gritos y blasfemias, se irritan como bestias y llegan, en extremos casos, a hacer sangre en otros, de la propia mala sangre que se les cría en su cuerpo. Y más les valiera, antes que caer en tales desmanes, intentar analizar por qué razón se les dio el pego y si tuvieren su parte de culpa, aunque tristemente nunca lo hacen.

En cuanto a vos, mi querida amiga, acepte mi consejo y no se enrede en devaneos allá donde le llevó su destino magisterial; mas si la ocasión llegase, y su voluntad flaquea, ya sabe a qué atenerse.

Y nada más. Espero que mis consejas le valgan de algo o, al menos, la hayan entretenido un poco.

Suyo. El Licenciado Galavís.


¹Publicada en Debate Profesional en el nº 193 de noviembre de 2009.