Durante casi cuarenta años me he dedicado a la docencia y hoy me encuentro felizmente instalado en la situación de emérito. Sin duda, tantos años de enseñanza me han enriquecido y me han permitido conocer a muchas personas no sé si maravillosas, pero sí humanas en el más pleno y prístino sentido de lo humano y de la humanidad que les adornaba. A ellas, de una forma especial, van dirigidas estas “Epístolas para docentes avisados” por cuanto ellas son las que mejor pueden compartirlas y, en su caso, disfrutarlas más plenamente.
A modo de breve prólogo a estas Epístolas, quisiera reseñar alguna que otra consideración sobre las mismas. En primer lugar debo manifestar que la mayor parte han nacido de la espontaneidad, están escritas a vuelapluma, aprovechando una guardia perdida entre horas, por ejemplo, o un apunte en un recreo, o unos renglones escritos en un papel de examen mientras con el rabillo del ojo se vigilaba para evitar que copiasen demasiado los alumnos más audaces. De ahí surgieron muchas hojas volanderas que personalmente entregaba a mis compañeros y compañeras, queriendo hacer más ameno nuestro trabajo, o buscando, vanidad de vanidades, su aplauso y reconocimiento. Luego estas se convirtieron en artículos que envié a distintas revistas y periódicos.
Como es natural, en muchos de los escritos que siguen los protagonistas han sido los alumnos, con quienes he mantenido durante estos años la peculiar relación amor/odio propia de quienes se ven obligados a convivir intensamente en el menguado espacio físico que constituye un aula. Con los jóvenes he sostenido una extraña relación dialéctica a mitad de camino entre el “odio a esos roedores” (la del gato y los ratoncillos de los dibujos animados) y el amor a la radiante ofrenda de juventudivinotesoro que me ha tocado en suerte disfrutar en su compañía curso tras curso, aula tras aula, clase tras clase, en esos casi cuarenta años que se dijo al principio.
Y por último, debo señalar que estas Epístolas formaban parte de un libro publicado bajo el título de Epístolas al Arcipreste, (GEU Editorial, Granada 2009) y que ahora, reunidas en esta aportación para el blog de Alumni Usal, ofrezco con toda modestia a quien quisiere leerlas.

Cáceres a 27 de agosto de 2019
Jesús Galavís Reyes

EPÍSTOLA PRIMERA: AL PIE DEL AULA

Al Sr. Arcipreste Don Gil. Sepa vuesa merced que he recibido su carta con la que inquiere acerca de la verdad de lo que se cuenta ha ocurrido en un aula del Centro Escolar donde trabajo y en la que me solicita una narración verdadera de los hechos. Dígole que lo haré con gusto pues que la verdad debe buscarse siempre, aunque otra cosa es que acierte a describirle acertadamente lo que del asunto sé. Sin más dilación, Sr. Arcipreste, ahí va mi relato.

Respecto a la primera pregunta que se refiere a si mi colega de Lengua Hispánica, maese Gómez, harto y angustiado de lo poco que conseguía en sus clases, ha decidido abandonar la docencia y la fe cristiana y hase ingresado en una secta oriental de inspiración budista, debo contestarle que es bien cierto, como también lo es que el tal Gómez ha sido propuesto recientemente para el cargo de Gran Maestre dentro de la secta, lo que evidencia el grado de compenetración de nuestro amigo con la misma y sus escasas ganas de regresar a las tierras que le vieron nacer.

A la segunda pregunta en que me interrogáis si tengo conocimiento de qué pasó un determinado día de actividad académica en el que mi citado compañero, cuando aún no había acabado el período lectivo que impartía, cerró su cartera, y, dando brincos de alegría, se despidió de sus alumnos diciéndoles –¡Soy libre, soy libre!– igualmente debo contestar que sí pues él mismo me confió en persona lo acontecido, con la faz algo tensa y con grave voz pero con una extraña serenidad de ánimo. Al parecer aquel día entró en el aula y tras diez minutos de practicar tácticas y técnicas de apaciguamiento, logró al menos que casi un tercio de la clase se callara y los otros dos tercios no inquietaran en demasía, de modo que al fin pudo comenzar la tarea de aquella jornada. Como es práctica habitual, maese Gómez requirió a un alumno si había leído un capítulo determinado de una interesante novela de tema juvenil, tal como se había acordado en la clase anterior, y éste le respondió que no; preguntó a un segundo, obteniendo igual respuesta por lo que se atrevió al fin a demandar si alguno de los presentes habíalo hecho, obteniendo entonces el primer y único silencio generalizado de aquella hora.

Indagose a continuación, de forma similar y con parecido encadenamiento de los trámites comprobatorios, sobre la labor realizada por sus alumnos con un texto igualmente propuesto el día anterior para analizar sus entresijos semánticos y gramaticales, y de nuevo maese Gómez se cercioró de que nadie había cumplido con sus deberes. Entonces mi colega Gómez, recordando los consejos y saberes que había recibido en un curso de Orientación Áulica, hizo un ejercicio de contrición pedagógica y pidió perdón a sus alumnos por no haber sabido motivarles convenientemente.

Decidió luego dedicar la segunda parte del período lectivo a una explicación sobre la conveniencia de expresarse con corrección en nuestra lengua, utilizando para ello una profusión de mapas conceptuales, sinopsis multifocales, interrelaciones pericausales, concatenaciones supratroncales y toda la batería de recursos propedeúticos que la moderna pedagogía pone a disposición del Mester de Enseñería. Así hacía buena la aplicación al aula de la Concreción curricular de la Programación Consensuada por su Departamento Didáctico.

También está más que probado que en los diez minutos que duraron sus explicaciones, exposiciones y demás alardes pedagógicos, veintiocho de sus veintinueve alumnos no le hicieron ningún caso salvo uno que, con los ojos fijos en la pizarra, parecía no perder ripio de las explicaciones. Aquel basamento fue suficiente para que Gómez levantara la columna de su sabiduría que expuso, ya en exclusiva, tan sólo para aquel avispado doncel. Mas hete aquí que en un momento dado al atento estudiante se le desprendió de una de sus orejas un como tapón negro de moderno material plástico y, por no se sabe bien qué fenómeno de la Naturaleza, del bolsillo de su camisola emergió un horrísono sonido que, cual música infernal, repetía insistentemente un estribillo a todas luces cantado en lengua beréber y que decía algo así como “Aserejé, aé. aé, aserejé…” Descubriose el pastel y así vino a saberse cómo el atento muchacho lo era en grado sumo, pero no a Gómez, sino a otras músicas que le venían por el aire.

Fue aquí cuando este mártir de la enseñanza sufrió un arrebato mental y según él, aunque este extremo no lo creo del todo, allí mismo se abrió la puerta del aula, apareciéndosele un ser cuasi angélico, rodeado de resplandeciente luz, el cual portaba en sus manos lo que a mi cuitado amigo le pareció una bola del mundo que giraba sin cesar. En ella, en vez de paralelos y meridianos, se veían dibujadas cuadrículas de horarios semanales llenos de símbolos cabalísticos como Geo.1. ESO o Leng.1º BHC. Aquella esfera del mundo, a modo de ecuador, tenía una cinta de color púrpura en la que se leía en letras doradas el aserto latino de “Tempus fugit”.

–Huye, Gómez –diz que le dijo el etéreo ser–, huye ahora que todavía estás a tiempo.

Y el mentado Gómez no se lo pensó dos veces: en ese preciso instante tomó la decisión de dar un giro radical a su vida y buscar la felicidad en otros pagos y en otros menesteres. Tal como se ha dicho, exultante de jocundidad, despidiose de sus alumnos, buscó luego a los colegas más afines y uno por uno los abrazó farfullando sorprendentes visiones de futuro. Poco después igualmente me buscó para relatarme lo que ya se sabe y por último salió de la escuela a la carrera para no volver nunca más.

A la tercera pregunta acerca de si tengo un juicio fundado sobre quién o quiénes tengan parte o toda la culpa de estos y otros sucesos similares, debo contestarle, Señor Arcipreste, que lo tengo y presumiblemente bien fundamentado, pero que me guardo mucho de hacerlo explícito por aquello de que en boca cerrada no entran moscas y porque, a veces, las verdades más obvias son las que más cuesta aceptar, sobre todo por quienes podrían poner remedio a lo que deba remediarse.

Desde aquel día no he vuelto a ver a Gómez, y en mis clases muy a menudo atisbo la puerta con la esperanza de que también a mí, envuelto en su nimbo de luz purificadora, se me aparezca algún ser suprahumano que me marque el camino que debo seguir. Hasta que llegue el visitador celestial, aquí me tiene, al pie del aula.


  1. Se publicó en HOY el 3-10-2003, en Debate Profesional en el nº 143 de marzo de 2004 y en Cátedra Nova en el nº 18 de diciembre de 2.003.