El horizonte (del latín y el griego “orizon”, lo que delimita, el contorno) es el límite de lo que puede ser observado, esa frontera visual de la superficie de la tierra, donde parece juntarse con el cielo. Cuando nos empeñamos en alcanzarlo, caminando hacia él en cualquier dirección, el horizonte continuamente se va alejando, situándose más y más allá, de modo que nunca llegamos a alcanzarlo. Esta característica del horizonte, además de darnos una prueba de la forma esférica del planeta tierra en que vivimos, es una buena manera de entender el infinito (que no tiene fin, siempre se encuentra que continúa más allá de cualquier límite aparente). Y es que, como nos contaban en el colegio, el infinito viene a ser aquel lugar donde se cortan las líneas paralelas, esas que por mucho que se prolonguen nunca se encuentran: ahí están para mostrárnoslo los raíles paralelos de las vías del tren, que parecen cortarse justo en la infinitud del horizonte, que nunca se alcanza.
Acudiendo a la palabra horizonte, fue precisamente como se encontró nombre para un concepto ideado por el matemático aficionado John Michell (1724-1793): se denomina horizonte de sucesos a la línea imaginaria alrededor de una esfera, en la cual la velocidad para escapar de su fuerza de gravedad es igual a la velocidad de la luz.
¿Qué cálculos andaba haciendo este científico inglés, estudioso de la geología y la astronomía, para imaginar algo así? Podemos resumirlo diciendo que realmente John Michell estaba elucubrando, cuando en una carta que dirigió en 1784 al físico-químico Henry Cavendish (1731-1810) que había determinado con sus experimentos la constante de la teoría de la gravitación universal descrita por el matemático inglés Isaac Newton (1643-1727), se preguntaba sobre la velocidad para que un objeto pueda despegar escapando de la Tierra. El cálculo de esa velocidad resulta ser de 40.000 kilómetros por hora, a partir de lo cual nuestro inquieto inglés especulaba que si estuviéramos en un planeta o estrella mucho más grande, esa velocidad de escape podría alcanzar la velocidad de la luz (300.000 kilómetros por segundo), lo que haría que la luz no pudiera salir. Y concluyo diciendo que si la densidad de nuestro sol fuera 500 veces mayor, se convertiría en una estrella oscura, en la que la luz quedaría atrapada, pues para escapar tendría que ir más rápida que sí misma. La luz se quedaría entonces confinada dentro de un límite, de un horizonte, que impediría que desde fuera se vieran los sucesos que dentro de ella ocurren.
Ese contorno que constituye el horizonte de sucesos, una frontera más allá de la cual nada puede regresar (pues nada puede superar la velocidad de la luz), fue redescubierto por el físico alemán Karl Schwarzschild (1873-1916), en su estudio de las ecuaciones de la teoría de la relatividad general de Albert Einstein (1879-1955). De ahí surge proponer la existencia de una sección esférica en el espacio-tiempo deformado alrededor de una masa concentrada, que es invisible para el mundo exterior (lo que en términos matemáticos -no quiero asustar a nadie, así que no es necesario que lean este paréntesis- se define como la parte conexa en una superficie de Cauchy del complementario del pasado casual de la hipersuperficie de luz futura).
Nacieron así los denominados agujeros negros, un término propuesto en 1967 por el físico teórico estadounidense John Wheeler (1911-2008), por cuyo estudio alcanzaron el premio Nobel de Física en 1983 el matemático indio Subrahmanyan Chandrasekhar (1910-1995) y el físico estadounidense William Fowler (1911-1995), al proponer que una estrella con masa 10 veces mayor que la del sol, acabaría colapsando y formando un agujero negro.
No se extrañen si, a pesar de tantos y tan premiados cálculos matemáticos, piensan que los agujeros negros son una entelequia. Nada menos que el famoso físico inglés Stephen Hawking (nacido en 1942) ya advirtió de la paradoja que suponen, pues por un lado cualquier información que atraviese su horizonte de sucesos se destruye para siempre, pero por otro lado, la física cuántica demuestra que la información a escala subatómica no se puede destruir en ningún caso. Para resolverlo, Hawking propone en un artículo publicado en 2014 que los agujeros negros no existen como tales, sino que en lugar de horizonte de sucesos tienen un horizonte aparente de naturaleza caótica, detrás del cual la luz queda atrapada solo temporalmente, pero la información de lo que hay dentro puede escapar en forma de radiación, aunque desordenada. Los cálculos para un agujero negro de la masa del sol sitúan su radiación en una temperatura de 6 cienmillonésimas de grado absoluto, lo que lo llevaría a evaporarse dentro de 6 cuatrillones de veces el tiempo trascurrido desde el origen del universo.
En fin, ya ven a lo que se llega elucubrando con las matemáticas, quien sabe si en posición horizontal: hasta el infinito (no siempre negro, aunque aparentemente así lo veamos a veces) y siempre más allá.