Desarrollar nuestras capacidades físicas e intelectuales es un reto que puede resultar muy arduo, quizás por eso desde la infancia buscamos el modo de hacerlo lo más divertido posible, y para eso hemos ideado lo que denominamos juegos (del latín “iocus”, jocoso, alegre). Se trata de encontrar actividades que nos enfrenten a conflictos entretenidos, en los que tengamos que tomar decisiones a la búsqueda de un cierto objetivo, sometidos a determinadas normas (las reglas del juego), con las que debemos plantearnos racionalmente nuestras acciones (las estrategias de juego).

Por ejemplo, para ejercitar nuestra mente, desde muy antiguo la humanidad ha acudido a los juegos de azar, con los que gracias a unos dados, una baraja de cartas o unas simples monedas, se pueden lograr además aquellas ganancias o pérdidas que hayan sido acordadas. Fueron precisamente estos entretenimientos los que primero llamaron la atención de los matemáticos, intrigados por hacerse con la fórmula que permitiera describir cualquiera de estos juegos y decidir la mejor estrategia para ganar… o al menos no perder. Girolamo Cardano (1501-1576) lo reflejó muy bien en su obra “Liber de ludo aleae” (libro sobre juegos de azar) escrita en 1560 y publicada póstumamente en 1663, en la que además de introducirse en el estudio de la teoría de la probabilidad, nos dejó también algunos consejos morales, advirtiendo de los peligros que acarrea la excesiva afición al juego: “el juego moderado puede ser benéfico para el alma al permitir disipar los periodos de tedio, de angustia o de ansiedad que suelen aquejar a los humanos, de la misma forma como la afición a la música opera benéficamente en ciertas personas”.

Pero hay otros juegos que retan a nuestra inteligencia, caracterizados por la intervención de varias personas cuyas decisiones condicionan la situación del juego para los demás. Se trata en este caso no sólo de problemas lúdicos, sino de situaciones reales, donde lo que está en juego pueden ser intereses vitales dentro de un grupo social, al que se le plantean casos en los que no es suficiente con pensar cómo voy a actuar yo, sino que también debo interactuar, tener en cuenta lo que otros pueden pensar en hacer y su posible cooperación para lograr mis objetivos. El análisis matemático de este tipo de conflictos y la toma interactiva de decisiones mediante la elección de la estrategia adecuada, constituye la denominada teoría de juegos, cuyas aplicaciones van mucho más allá de la mera diversión. Así lo entendieron claramente el matemático John von Neumann (1903-1957) y el economista Oskar Morgenstern (1902-1977) en su libro “Theory of Games and Economic Behavior” (teoría de juegos y comportamiento económico) publicado en 1944, donde se desarrolla un estudio de la economía entendida como un mero juego entre diferentes agentes que actúan siguiendo estrategias racionales.

Uno de los juegos que mejor puede ayudar a comprender esta rama de las matemáticas es el conocido cómo dilema del prisionero, que fue formalizado en 1950 por Albert William Tucker (1905-1995), a partir de los modelos de cooperación y conflicto de Merrill Meeks Flood (1908-1991) y Melvin Dresher (1911-1992). Se trata de la situación que se le plantea a dos personas, detenidas como sospechosas de un delito e incomunicadas en celdas separadas, a las que se les ofrece el mismo trato: si uno se confiesa culpable y el otro no, quien confiesa queda libre mientras que el otro será condenado a la pena máxima de 10 años de cárcel; pero si ambos se confiesan culpables, ambos serán condenados a 6 años; y en el caso de que ninguno confiese, ambos serán condenados a 6 meses.

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Cada prisionero debe plantearse cuál es su mejor estrategia: podría confesar buscando el interés personal y así lograr su máxima recompensa (la libertad), pero eso lleva a que uno de los dos o los dos reciban un castigo mayor (condenas de 6 o 10 años); o podría callar y de este modo cooperar en lo que constituye un interés común para ambos: quedarse con el mínimo castigo (condena a 6 meses), la opción más ventajosa pensando en el grupo.

Este viene a ser el reto general que plantea cualquier problema de la teoría de juegos: encontrar una estrategia para cada jugador, con la que su ganancia mínima sea lo mayor posible (criterio maximin), ó su pérdida máxima sea lo menor posible (criterio minimax). Ese punto de cooperación al que se llega buscando el beneficio propio, en el que las estrategias de los jugadores se equilibran, apareció definido en 1951 en la tesis doctoral del matemático John Forbes Nash (1928-2015), cuya vida se popularizó en la película “Una mente maravillosa” (2001).  El equilibrio de Nash, y sus aplicaciones a múltiples situaciones en todas las ramas de las ciencias, le valieron el Premio Nobel de Economía en 1994.

Desde finales del siglo XX, la teoría de juegos se ha ido convirtiendo poco a poco en una herramienta fundamental para predecir el comportamiento de los agentes sociales que compiten en un determinado ámbito de la vida real. Y es que las decisiones que se toman en una negociación salarial, o incluso en un conflicto bélico, se pueden entender como simples juegos, al igual que se puede explicar como un juego la evolución de una población o la propagación de una enfermedad. De tal modo que, aunque no seamos conscientes, la realidad es que hoy en día los juegos están gobernando nuestra vida… y jugando, jugando, no nos va tan mal ¿o sí?