La luna, el único satélite natural de la tierra, ha sido y sigue siendo objeto de fascinación para todas las civilizaciones a lo largo de la historia. Su persistente presencia genera mitos y religiones, su belleza desata pasiones e inspira obras artísticas, y su periódica órbita alrededor de nuestro planeta la ha convertido en referencia para medir el paso del tiempo, mientras deja que el sol la ilumine o ensombrezca, dando lugar a diferentes formas según sus fases, crecientes y menguantes.
Son precisamente esas formas las que desde antiguo hechizaron a los matemáticos, empeñados en descubrir una fórmula que permitiera describir tan atractiva figura, compuesta por dos arcos de círculo que se cortan con sus concavidades hacia el mismo lado, denominada con el preciso y precioso nombre de lúnula (diminutivo de luna).
En la Grecia clásica, Hipócrates de Quios (470 a.C.-410 a.C.) se ocupó de las lúnulas en sus estudios sobre Geometría, clasificándolas en distintos tipos según la relación que tienen entre sí los círculos que las definen. Y hasta llegó a demostrar un teorema que permite calcular de un modo sencillo su área, para el caso particular de las lúnulas construidas sobre un círculo, en el que se inscribe un cuadrado y sobre cuyo lado se dibuja un semicírculo: segmentos semejantes de círculos están entre sí en la misma razón que los cuadrados construidos sobre sus bases.
De este modo, Hipócrates resolvió en el siglo V a.C. el problema de la “cuadratura de la lúnulas” (existe un cuadrado, construido con regla y compás, de cuyo área surge el área de la lúnula). Se trata de un resultado que, en contra de lo que pueda parecer, es mucho más fácil de alcanzar que la “cuadratura del círculo”, cuestión esta última que de hecho no tiene solución (y por eso acudimos a esa expresión cuando queremos referirnos a algo imposible de alcanzar), aunque para probarlo hiciera falta esperar a 1882, año en que el matemático alemán Carl Louis Ferdinand von Lindemann (1852-1939) completó la demostración.
Desafortunadamente, las obras de este “gran Hipócrates”, en palabras de Aristóteles (384 a.C.- 322 a.C.) que las conoció y difundió su escuela aristotélica, se perdieron y sólo han llegado hasta nosotros las referencias a través de diversos autores. Así, el filósofo Proclus Diadochus (411-485) en su comentario a los “Elementos de Geometría” de Euclides (325 a.C.-265 a.C.) para el que tomó datos de la “Historia de las Matemáticas” realizada por Eudemo de Rodas (350 a.C.-290 a.C.) y también perdida, afirma que el primero en escribir una obra sobre los Elementos de Geometría, más de un siglo antes que Euclides, había sido Hipócrates.
A su vez, el filósofo Simplicio (490-560), apoyándose de nuevo en la obra de Eudemo de Rodas y en los comentarios que sobre la escuela de Aristóteles hizo Alejandro de Afrodisia (150-249), recopila los tipos de lúnulas cuyas áreas habían sido calculadas por Hipócrates:
Con las fórmulas de estas áreas se demuestra, de paso, que es posible la cuadratura de las tres lúnulas de la figura con numeración impar, mientras que las referidas con números pares no lo son (de hecho, son sumas o diferencias de arcos de circunferencia y líneas rectas).
Con todo, salvo la primera de las lúnulas de Hipócrates que siempre se le atribuyó, el resto pasaron desapercibidas, hasta el punto que las lúnulas cuadrables 3 y 5 se redescubrieron en el siglo XVIII, junto con otras dos nuevas lúnulas cuadrables (lo que hace un total de cinco) cuyo hallazgo se atribuye a Leonard Euler (1707-1708) en 1771, aunque parece ser que el matemático finlandés Martin Johan Wallenius (1731-1773) ya había dado una conferencia en 1766 donde presentó las cinco lúnulas cuadrables.
Este singular quinteto de lúnulas apareció en 1814, dentro del tratado enciclopédico “Recreaciones matemáticas y filosofía natural”, recopilado por M. Ozanam, M. Montucla y Charles Hutton. Y fue finalmente durante el siglo XX, cuando Tchebatorew en 1934 y Dorodnow en 1947 completaron el estudio de las lúnulas cuadrables, demostrando que estas cinco son de hecho las únicas que existen.
Curiosa historia, que constituye un buen ejemplo de hasta dónde llega el hechizo de la luna… o será cosa de la pasión innata que desata en algunos matemáticos lunáticos. Así que, quien sabe, quizás tenga razón la canción “Bad Moon Rising” de los Creedence Clearwater Revival, y nos convenga protegernos de ella.