Unos decenios después, los euscaldunes habían logrado inicialmente un nuevo Estatuto de Cosoberanía que más tarde se convirtió en un Régimen de Soberanía Compartida con Independencia Aplazada y que finalmente desembocó en una Unión de Facto con Independencia de Iure. Resultaba bastante difícil bautizar al nuevo sistema, por lo que nadie se atrevió a estropear tan maravilloso artificio jurídico-político con la simpleza de un mero sustantivo: era lo que era, y punto.
Enseguida catalanes y gallegos, primero, y tras de ellos los andaluces, canarios y manchegos reclamaron igualmente un trato similar por el Estado Central, reivindicando su derecho a la expresión soberana de sus respectivos pueblos y aduciendo para ello contrastadas realidades históricas que, en algunos casos, se hacían remontar hasta el Neolítico. Algunos historiadores pusieron el grito en el cielo, pero no eran aquellos tiempos ni para la poesía ni, mucho menos, para la historia verdadera. Finalmente, el conjunto de las Comunidades accedió a regímenes similares en los que las competencias asumidas eran prácticamente todas las de un Estado y tan sólo se reservaban al Estado Descentral la organización de la Liga de Fútbol, las relaciones con las O.N.G. y la gestión de las Casas Rurales del territorio federal. Se tuvo que elaborar una nueva Constitución, lo que suscitó un trabajo extraordinario para juristas, expertos en semántica, sociólogos e incluso filósofos que discutieron largamente si un ente que es pero no es, puede ser aun no siendo lo que debe ser. Mas al fin se alumbró la novísima Constitución en la que, tras sucesivos referendos de las antiguas regiones autonómicas, se acordó la creación de la Federación Ibérico-Insular de Estados con la Soberanía Coparticipada. Tan difícil era aparejar unas siglas eufónicas con aquellas mimbres nominales que se optó, muy a lo popular, por denominar el nuevo ente político como la Gran Fiberia o simplemente la Fibérica, en expresión de demotismo subido.
A lo largo de todo este proceso político la Unión Europea intentó capear el temporal para no perder a uno de sus socios otrora más influyentes y así estableció durante unos años unas relaciones especiales con los distintos ministros de Exteriores de los Estados Ibéricos, conviniéndose en considerar al nuevo Estado como la suma de varios en uno solo, aunque sin ser uno sólo plenamente y a cada uno de los varios como un Estado sin serlo al completo. Los problemas de protocolo, de toma de decisiones, y, por qué no decirlo, de trastornos mentales de muchos funcionarios, obligó a acordar una decisión penosa: mientras se aclaraba la entidad de aquel pluriestado federante, la nueva Fibérica, antigua España, dejaba temporalmente de pertenecer a la Europa de los Veintisiete y entraba en cuarentena como nación inconclusa.
Por otro lado, en cada Estado Federado del viejo pero remozado país se inició, al principio tímidamente, más enseguida con una fuerza inesperada y arrolladora, un movimiento amplísimo de reivindicación soberanista, aunque ahora más local, cercano e inmediato. Fue Cartagena quien primero rompió aguas y exigió en un primer momento el reconocimiento de un Estatuto de Autonomía con Reserva de Otras Intenciones; posteriormente tomó el relevo Vigo, que reclamaba la secesión de Pontevedra junto con un Estatuto Especial dentro del Marco Gallego y la vuelta a la peseta como unidad monetaria en su territorio. Después caminaron por la senda soberanista territorios y ciudades de más o menos calado económico, social o histórico y así fue como veinte ciudades castellanas se declararon Cantones Dependientes pero Insumisos, o quince comarcas andaluzas accedieron, por una enmienda constitucional de urgencia, a la situación de Territorios Que Comparten Pero Aparte y miles de ejemplos más que en esta brevísima historia no caben, pero se pueden imaginar. Bien es cierto que la situación adquirió ciertos ribetes cómicos, casi ridículos, si no se ofendieran sus protagonistas al recordárselo, cuando un barrio del cinturón Norte de Madrid se lanzó a la calle para alcanzar su Estatuto de Autonomía Urbana concluyendo que si otros territorios con tan sólo unas decenas de miles de habitantes disfrutaban de algún tipo de soberanía, por la misma razón demográfica ( pues las justificaciones históricas eran más indemostrables ) podían ellos pretender su cuota de independencia aunque ésta no fuese total. Finalmente, se les concedió aquello que reivindicaban, aunque a aquellas alturas ya no se sabía muy bien quién concedía ni qué se concedía.
Dificultades, no nos engañemos, hubo muchas. Aparte de las meramente administrativas, se añadieron las de hiperreproducción de cargos políticos, duplicación y triplicación de funcionarios, de instituciones, de banderas (en algunos sitios se enarbolaban unas veinticuatro en determinadas fiestas, y se llegó al acuerdo de enarbolar sólo la del Santo Patrón) de himnos, de competencias, de incompetencias, de carreteras, de límites etc. Pero de todas ellas la más grave, y que además llevó a los psiquiatras a pedir un Estatuto De Especial Dedicación para todo el colectivo, fue la de la pérdida de identidad política de los antiguos españoles. Especialmente se acentuaba el mal cuando se salía el extranjero (aparte de que ya no se distinguía bien dónde empezaba el extranjero) y en alguna frontera se le preguntaba al viajero aquello de ¿Nacionalidad?; algunos respondían, pongo por caso, que eran Ibérico-Leoneses de la Federación Global, otros contestaban que Manchego-Cantonianos de Hesperia, otros, más prácticos, se decantaban por sacar un mapa de la Península Ibérica y, señalando con el índice decían: “Yo soy de aquí”, sin arriesgar en demasía; pero lo cierto es que a casi todos les entraba una extraña desazón como de no tener las cosas claras. A las consultas de los psiquiatras, ya se ha dicho, llegaban cada vez más enfermos de crisis de angustia política y de identidad nacional perdida, lo que aumentó enormemente las bajas por depresión y el absentismo laboral. A esto se unía que muchos de los enfermos añoraban los tiempos en que la selección nacional era compartida y no estaba prohibido, como ahora ocurría, aplaudir a todo el conjunto pues en los tiempos que corrían sólo se permitía festejar los goles de los jugadores propios de cada Estado federado por sus respectivos ciudadanos.
En un rincón del antiguo país, en lo que hacía tiempo había sido un pueblo llamado Móstoles, un político trasnochado e incongruente, seguramente bajo los efectos de algún estimulante de moderna alquimia, leyó en un pleno de la Asamblea Local Soberana un llamamiento a la unidad de los españoles frente al enemigo común de la disgregación invasora. Nadie le entendió, ni siquiera sus paisanos le hicieron caso y entre chuflas e improperios, tuvo que dimitir al día siguiente.
Pocas semanas después, la comunidad de vecinos de un bloque de la calle Agustín de Argüelles de una ciudad de provincias (casi nadie usaba ya el término provincia) presentó formalmente al presidente de la República Francesa su deseo de independizarse de la Federación Ibérica y su intención de aliarse con la ancestral Galia a la que la unían lazos culturales manifiestos por cuanto muchos de los vecinos de aquella casa eran asiduos lectores de las aventuras de Obelix y Asterix.
Empezaba otra página de la Historia.
LA PRIMERA GUERRA FIBÉRICA (Segundo cuentecillo para adultos)
Pasaban los años y el afán soberanista, secesionista y/o independentista no se apagaba en los Estados de la Gran Federación Ibérica (en el argot popular, la Gran Fiberia). Mejor dicho, entre sus políticos y algunos concomitantes. Y eso a pesar de que, del sistema Autonómico, con justicia ya denominado histórico, no quedaba ni el recuerdo y menos de su arcaica Constitución. Muchos ciudadanos sencillos, que no entendían muy bien qué estaba ocurriendo, callaban, por miedo a sentirse acusados de españolistas retrógrados y sufrir las terapias de reconducción del Nacionalismo Verdadero con las que podían castigarles las autoridades federales.
Por supuesto, las consultas de psicólogos y psiquiatras seguían llenándose de pacientes con crisis de ansiedad por haber perdido el sentimiento nacional que no sabían ni dónde lo tenían ni en qué estructura política debían depositarlo.
Sin embargo, se había avanzado en nuevas formulaciones de modernísima política. Por ejemplo, el concepto de la solidaridad interterritorial se había reemplazado por la noción de la adhesión federal “pro beneficio, sed non cum voluntate”: es decir, y en traducción muy libre, que si se recibía, uno se mantenía dentro, y si no, pues fuera y santas pascuas. Y, además, se reclasificó a la ciudadanía en tres categorías políticas, según se perteneciera a los Estados Básicos, a los Territorios Semiindependientes o a los Cantones Libre/Asociados, adjudicándoseles sus correspondientes y diferenciados derechos y deberes (estos, escasos).
En este ambiente de euforia disgregacionista, hubo un suceso extraordinario. Algunos habitantes de la comarca de la Angostura, en el centro de la antigua región extremeña, habían llegado a la convicción de que disfrutaban de cuatro rasgos diferenciadores, suficientes para celebrar un plebiscito de autodeterminación. De un lado, aducían su pronunciación de la h, que la emitían profundamente aspirada; de otro, resaltaban su especial dedicación económica al cultivo de la variedad tempranillo/rubescente en sus viñedos; en tercer lugar, esgrimían su secular idiosincrasia a la hora de disfrutar de la siesta en verano, y, para rematar, señalaban la constatación científica de que en su territorio se reproducía, año tras año, la epidemia de la gripe (de la cepa A) con una mayor incidencia que en otros lugares, lo que demostraba el componente étnico distintivo y exclusivo de aquellas gentes. Eran caracteres suficientes como para pedir la secesión y constituirse en el cuadragésimo séptimo estado federal. Celebrado el plebiscito, el sí a la segregación ganó por un abrumador 89 %, si bien es verdad que únicamente votó el ocho por ciento del cuerpo electoral. No importaba: se exigió la separación de Extremadura, pero esta se negó a concederla y, aunque no se sabe con certeza cómo se llegó a este extremo, los angosturianos declararon la guerra de la independencia a Extremadura. Pero aquello se complicó: acudieron en su ayuda el Estado de la Mancha Toledana (que esperaba una posible y futura anexión), el Cantón de Huelva (por motivos desconocidos, aunque se sospechaba un interés especial por la frambuesa de las sierras de Angostura) y el Territorio Libre/Asociado de Castellón de la Plana, por la sencilla razón de que su presidente era cuñado de una hija del alcalde de Villasnublas de la Angostura, futura capital del nuevo ente político. Sin embargo, como el único ejército de que se disponía era el federal, tuvieron que reunirse en Madrid los delegados de los territorios en conflicto para decidir qué parte del total pertenecía a cada contendiente.
El Estado Federal Catalán aprovechó la ocasión de incertidumbre para publicar un dictamen de ocupación de los estados adyacentes con habla catalana, salvo el irreductible territorio de Mataró. Por supuesto, estas ambiciones expansionistas ocasionaron que las Terres Limítrofs Catalans declararan la guerra a la Barcelona Central. Y puesto que las fábricas de sobrasada mallorquina funcionaban casi exclusivamente con capital procedente de las industrias choriceras andaluzas, sus empresarios presionaron a los jefes de Gobierno de los distintos Estados andaluces para que apoyasen a los Limítrofs. Se estaba gestando un verdadero conflicto armado merced al mismo sistema de alianzas con el que se inició la Primera Guerra Mundial.
Tuvieron que reunirse de nuevo, ahora los representantes de todos los Estados y territorios federales, para establecer un mínimo orden en la guerra; especialmente para discernir cuáles eran territorios beligerantes, quiénes aliados, cuáles permanecían neutrales y quiénes otros indiferentes. Tras tensas y complicadas negociaciones se estableció un llamado Marco Federal Bélico que regularía esta contienda y las que se diesen en el futuro; también el reparto de las armas y tropas y la redacción del protocolo de los posibles Tratados de Paz que se engendrasen. Finalmente se fijó la fecha del comienzo de las hostilidades para un lunes de mediados del siguiente febrero. Pero ese día los soldados y sus mandos se llevaron un gran chasco: tras varios años de sostenerse un ejército federal, la verdad es que no se había cuidado demasiado bien el abastecimiento del mismo. Entre otras cosas porque no se sabía con claridad de quién dependía la competencia de cada una de las actividades de las fuerzas armadas y quién debía gestionar su mantenimiento. El caso es que ni los vehículos militares tenían combustible para moverse, ni las armas disponían de munición, ni las agrupaciones contaban con la logística precisa. La guerra no pudo iniciarse. Se decidió, muy federalmente, por supuesto, que se debía convocar una nueva reunión en Madrid para intentar reconducir la cuestión de una forma civilizada e ibéricamente europea, pero justo en aquellos días los habitantes de Móstoles y Alcorcón, cansados de reclamar su Estatuto de Cantonalidad respecto a la supracapital federal, se pusieron en pie de guerra popular, quemando contenedores, ocupando las carreteras y aeropuertos e impidiendo el acceso a la gran urbe.
La Primera Guerra Fibérica no había empezado con buen pie.