III.- EL SILBATO (*)

Nanook, mi nieto, ya tiene una edad conveniente para que se le lleve a una cafetería pues se comporta de una manera relativamente socializada, al decir de la moderna Pedagogía. Si se le invita a merendar chocolate con churros, cosa que le encanta, se sienta en su sitio y aguanta en él los suficientes minutos como para que los demás clientes se acostumbren a su presencia infantil. Lo que no impide que más tarde, por antojo, por pulsión hormonal o porque de mayor será un excelente geógrafo que ya apunta cualidades, se dedique a recorrer los espacios entre las mesas escudriñándolo todo, estableciendo conversaciones con los clientes de la sala o preguntando a la camarera por qué lleva las uñas pintadas.

Pero mi nieto también disfruta ya de una mente muy desarrollada y es capaz, en décimas de segundos, de tomar decisiones importantes y ejercer su derecho a la elección: abuelito, en vez del chocolate, me gustaría un helado. Por supuesto que sí. Y él ya tiene localizado el mostrador donde se exponen los helados, así que allí vamos. Pero la casualidad quiere que junto a los helados esté una llamativa e hipercoloreada máquina que promete, por un euro, liberar una bola de plástico: la propia máquina, el ingenio, es una esfera asentada en una especie de trípode y dispone de un hemisferio transparente. En su exterior, una cinta plástica que la circunda a modo de faja anuncia un “regalo sorpresa” y dentro contiene, como si fueran óvulos fecundados de algún animal extraterrestre, un centenar de pequeñas esferas, también semitransparentes, donde se adivinan algunos objetos intrigantes. Tampoco podía negarme: se introdujo el euro, se apretó el botón correspondiente y la máquina parió, tras agitarlas levemente, una de las bolas que fue rodando hasta una plataforma. Mi nieto se apoderó de ella y con una habilidad seguramente heredada de nuestros ancestros paleolíticos, desarmó rápidamente aquel huevo y extrajo de su seno el fruto, que no era otra cosa que un silbato de color amarillo. Me callé lo que pensaba (que aquello no valía ni diez céntimos, y que el proceso parecía como un timo, aunque mecanizado), pues la cara iluminada de mi nieto no admitía la menor racionalización de aquel momento, así que celebré el “regalo sorpresa” como si se hubiera tratado de un stradivarius. ¡Qué suerte, un silbato!

El silbato, evidentemente, era de plástico, de un color amarillo desvaído, algo repulsivo. Pero guardaba en su interior una poderosa fuerza sonora que nadie hubiera atribuido a un instrumento tan pequeño. Nanook lo hizo sonar un par de veces y parte de la clientela enmudeció, y no creo que fuera por emoción musical. Su sonido, expresado en notas musicales, recordaba a un si bemol que el muchachito se encargaba de mantener en el aire con un prolongado y super agudo pitido.

Al quite, muy en abuelo experimentado, le recordé lo del helado, y él se guardó el silbato en un bolsillo, eligió uno de chocolate enorme, que casi se salía del cucurucho, y regresamos a nuestro sitio. De reojo algunos vecinos le miraban, sonreían y luego supe que no solo era por lo guapo que es este niño, ni lo graciosas que resultaban las manchas de chocolate en su boca, sino por otra poderosa razón que tiene que ver con el alivio.

Durante un rato hubo algo menos de ruido ambiente, lo que me permitió escuchar, casi sin pretenderlo, la conversación de tres señoras vecinas de mesa. Hablaban de sus hijos, de la falta de trabajo, cómo no, y de pronto una dijo: pues el otro día llegó a casa una carta en la que comunicaban a mi chaval que por fin le admitían a trabajar en tal empresa… Cuando la abrió y me la leyó, se me hizo gaseosa el corazón y lloré de emoción…Es la alegría más grande que he tenido desde que soy su madre, afirmaba la mujer, muy orgullosa de su hijo y de que este ya no estuviese buscando trabajo, como hacen otros miles de jóvenes, especialmente en Extremadura.

Al tópico de la imagen y las mil palabras le di la vuelta pues entendí que allí era la palabra, una frase, la que valía más que mil imágenes, o sea, la de esos cuadros de paro, datos con curvas de desempleo entre los jóvenes y demás miserias gráficas que nos inundan para recordarnos con dibujos y cifras hasta qué punto hemos dejado de ser optimistas sobre el futuro de nuestra juventud. Una frase, “lloré cuando abrió la carta”, era la condensación de una España extraña, en la que se sostiene en su constitución el derecho al trabajo, aunque los jóvenes lo ejercen cuando ya no lo son, y eso solo si tienen suerte. Hoy no se busca un trabajo digno, adecuado a las capacidades del solicitante, enriquecedor, gratificante, sino simplemente un trabajo, el que sea. Se ha bajado el listón considerablemente y quien encuentra un trabajo no piensa que es lo normal sino poco menos que le ha tocado la lotería. Y mientras tanto la juventud se distrae en los Womad, en los conciertos, en los botellones que sirven para acallar, adormecer voluntades e inquietudes. Se vive una situación un tanto paranoide, como si una cosa fuese la realidad de la ausencia de trabajo y otra la imagen que se percibe de una sociedad complaciente y consumista para jóvenes, pero solo sostenida por los pocos que tienen un trabajo o por los bolsillos de los padres de esos jóvenes que los tienen en casa porque ni estudian ni trabajan, como se dice ahora.

Cuando regresamos a casa, Nanook se acordó de su silbato, lo sacó del bolsillo y se dedicó durante unos cuantos minutos a inundar el aire de resonantes silbidos. Lo acepté estoicamente pues pensé que en esos momentos era plenamente feliz y ya tendría tiempo de amargarse cuando creciera. A no ser que cambien las cosas.

(*Diario HOY, 14/9/2015)