IV.- LA CESTA INERTE (*)
En principio, una cesta y un niño son seres suficientemente diferenciados como para considerarlos entes totalmente ajenos entre sí y con escasísimos elementos comunes. Una cesta de las de hipermercado, de plástico resistente y de colorido rojo chillón, es un objeto inerte, poliédrico, de tacto frío, aunque, si encuentra el correspondiente motor, cuenta con una posibilidad cierta de moverse ágilmente gracias a sus cuatro ruedas. Un niño cercano a los siete años no es un objeto inerte sino todo lo contrario: es un ser vivaz, inquieto, móvil casi continuo, con un cerebro en pleno rendimiento y dotado de una energía vital prácticamente inagotable entre las nueve de la mañana y las once de la noche. Pero si ambos seres entran en contacto por casualidad, pueden originarse sucesos extraordinarios, como así ocurrió hace unos días. Estaba yo con mi nieto Nanook en la cola del pescado en un hipermercado de Galicia y allí trabé agradable conversación con un vecino de fila hasta que un gesto de la chica del mostrador me alertó: el niño, me dijo. Miré y el niño ya no estaba a mi lado ni tampoco la cesta con ruedas que se usa en esos casos, sino que ambas unidades habían desaparecido. A los tres segundos mi nieto apareció por uno de los pasillos empujando la cesta a una velocidad de vértigo, como si concursara en una nueva especialidad de las Olimpiadas. Se había producido una interesante transformación: lo que antes era un recipiente que contenía servilletas de papel, leche semidesnatada y algo de fruta, era ahora un velocísimo artilugio capaz de deslizarse casi volando por entre estanterías y expositores de miles de productos. Y lo que hacía un rato parecía un encantador niño de casi siete años, era ahora mitad un atleta minúsculo, mitad un auriga primerizo que conducía su cuadriga con más o menos pericia por entre las estanterías.
Yo desconocía que una señora pudiera iniciar un conato de infarto al cruzarse con la meteórica pareja y no sufrirlo plenamente, pues la velocidad del tándem impidió desarrollarlo al completo. Pero eso, y bastante más, aconteció en los tres minutos que duró el recorrido de mi nieto. Mientras el circuito se consumaba, enmudecido, preparé alguna frase que resumiese tres principios educativos esenciales: primero, asumir el respeto a su libertad de acción; además, evidenciarle mi apoyo a su capacidad de iniciativa; y, este es el importante tercer principio, conjugar lo anterior con el idéntico respeto que se debe tener a los demás. Conviene recordar que lo niños a esta edad dividen al mundo en dos únicas mitades: de una parte, la de cada uno de ellos y de otra, el resto del mundo; y suelen darle bastante más importancia a la primera mitad que a la segunda. El muchacho por fin llegó hasta donde yo estaba y cuando iba a educarle convenientemente, me lanzó, con una cara radiante de satisfacción, un “Abuelito, ¿a que iba como un rayo?” Sentí que en la cola del pescado se instaló un expectante silencio hasta ver mi reacción. Le volví a mirar, con la vida desbordándosele por todo el cuerpo, con la alegría de su proeza pegadita a su rostro, y me salió del alma, en vez de un atinado párrafo pedagógico, una frase harto convencional: Sí, Nanook, como un rayo cósmico. En la cola del pescado, supongo, hubo división de opiniones: unos me tacharían de permisivo, otros de estúpido y los mayores, por empatía, de abuelo comprensivo.
Luego, rematando la lista de compras, y ya sin soltar el dichoso carrito con ruedas, reflexioné lo que pude, pues no es fácil hacerlo al tiempo que se mira la fecha de caducidad de los huevos; razoné, digo, acerca del futuro lúdico de mi nieto y recordaba el interesante artículo de Gerardo Castillo Ceballos aquí en HOY hace unos días y su mención al “Homo ludens”. De pequeños, muchos de nosotros armábamos un juguete con el aro de un tonel y un alambre que se retorcía convenientemente para dirigirlo a todo correr. Las chapas de cerveza junto con la cabeza recortada de un cromo de futbolista, un cristal redondeado y un poco de jabón, componían otro divertido juguete. Y con un buen tablón, cuatro rodamientos y unas puntas armábamos un rudimentario monopatín que no era tan bonito como el de la saga de “Regreso al futuro”, pero que nos hacía felices bajando cuestas en calles todavía poco transitadas por los coches. En todos esos casos se trataba de lo mismo que hizo Nanook con el carrito: a objetos inertes se les proporcionaba vida lúdica ajena a su uso convencional gracias a la imaginación.
¿Y cuánto tiempo le queda a mi nieto para entrar en contacto con toda la abundante producción de juguetes electrónicos de bolsillo? Leo que hay decenas como los Vtech, Quemox, Pokémon, Lexibook y hasta una preciosa Consola Retroportable que sabe Dios qué maravillas guardará en su seno. Pero, por lo que me dicen, ninguno de esos inventos ofrece más alternativa que jugar tal como la maquinita quiere que se juegue. De momento, Nanook ya ha conocido el teléfono portátil (ese que llamamos móvil) y lo maneja muy requetebién.
Y ahora viene la cuestión más importante. ¿Tenemos que inquietarnos por esta avalancha de juegos electrónicos y semipasivos? A fin de cuentas, el progreso del hombre se ha logrado ‒simplificando mucho‒ gracias a su capacidad de conseguir que herramientas cada vez más eficaces hagan determinados trabajos para ahorrárselos él. A lo mejor no hay que asustarse por esta avalancha de juguetes hipermodernos y futuristas.
En fin, que no tengo claro si cuando Nanook comience a jugar con la Consola Retroportable ‒a lo mejor lo elude‒ tengo que entristecerme porque su imaginación empezará a menguar o alegrarme porque ha entrado en la era de la quinta revolución industrial y no es sino un ciudadano de este mundo nuevo globalizado, pixélico, electrónico y microindustrializado.
(*Diario HOY, 29/8/2016)