Es un prejuicio muy extendido el considerar que los científicos han sido siempre agnósticos o ateos. He leído las biografías de algunos de ellos y me he encontrado con varios que hicieron compatible la ciencia con la fe que profesaban, si bien otros se consideraban a sí mismos como no creyentes ni practicantes de religión alguna. La razón de este artículo es que el tema puede interesarnos a todos, ya que los científicos han sido grandes pensadores que no sólo se han ocupado de la ciencia sino también de su forma de entender la filosofía, la religión y en definitiva el sentido de la vida. Mi intención es mencionar algunos científicos que, a la vez de hacer grandes descubrimientos, vivían sus convicciones con naturalidad.
Copérnico, Galileo y Kepler
Nicolau Copérnico (1473-1543). Propuso que la Tierra giraba en órbitas circulares alrededor del sol (teoría heliocéntrica) y no el Sol el que giraba alrededor de la Tierra (teoría geocéntrica). Copérnico había nacido en Torún (Polonia) en una familia católica acomodada, pero su padre murió cuando él tenía diez años. Su tío Lucas Wantzendore, que llegaría a ser obispo de Varmia (Polonia), con sede en Frombork a orillas del Báltico, se encargó de la formación del chico y le envió a estudiar a la academia de Cracovia, y posteriormente a completar su formación a Bolonia, Padua y Ferrara. Tras finalizar sus estudios, Nicolau fue nombrado canónigo en el cabildo de Varmia, por lo que habría recibido al menos las órdenes menores, pero sin llegar a ser sacerdote. Ayudaba a su tío en la administración de la diócesis. En 1512 falleció el obispo Wantzendore, pero esto no hizo sino aumentar las obligaciones de Copérnico, que era requerido como diplomático, economista, cartógrafo y médico, pero aprovechaba su tiempo libre en la astronomía que era su verdadera pasión. Era consciente de que su teoría heliocéntrica chocaba con las ideas admitidas por todo el mundo, porque la experiencia real es que la tierra no se mueve, sino que es el sol el que sale por el oriente y se pone por occidente; así era admitido desde la antigüedad por Ptolomeo y por una interpretación literal de algún versículo de la Biblia. Debido a esos temores, Copérnico tardó treinta y cinco años en perfeccionar sus cálculos y era reticente a publicarlos. Al final de su vida, y alentado por su amigo alemán Rethicus, publicó su obra De revolutionibus orbium coelestium, que dedicó al Papa. La obra fue acogida con cierto interés en el mundo católico, Carlos V adquirió dos ejemplares, uno para él y otro para su hijo Felipe, y en la Universidad de Salamanca, según el plan de estudios de 1561, se enseñaban ambos sistemas, el geocéntrico y el heliocéntrico. Mayor controversia se dio en el mundo protestante. Lutero calificó a Copérnico como alguien que “[…] quiere poner toda la astronomía patas arriba” y Calvino decía “[…] hay algunos que quisieran haber cambiado el orden de la naturaleza, incluso haber deslumbrado los ojos de los hombres” (Battaner, 2020: pp. 30-31).
Las críticas católicas empezaron cuando Galileo Galilei (1564-1642) se hizo un apasionado defensor del sistema copernicano. A pesar de que fue un sabio e inventor prolijo, la pena es que es recordado por su desdichado enfrentamiento con un sector de eclesiásticos. En 1616 un grupo de teólogos hizo un primer análisis de las tesis de Galileo, considerándolas heterodoxas desde el punto de vista filosófico. El Papa encomendó al cardenal Belarmino que comunicara a Galileo que no propagara sus ideas en sentido real sino como una hipótesis. Pasado el tiempo, ante la persistencia de Galileo en difundir sus ideas como reales, fue juzgado en 1633 por el Santo Oficio Romano y condenado a retractarse. La controversia entre Galileo y la Iglesia es muy compleja y excede el interés de este artículo. Hoy en día se conocen mejor las circunstancias de este caso y una opinión más sosegada sugiere que pudo ser una equivocación de ambas partes, tanto de la Inquisición, por una interpretación literal de los textos bíblicos y por entrar a valorar la falta de pruebas del heliocentrismo, que no era su campo, como de Galileo por defender una interpretación no literal de ciertos pasajes de la Biblia, que tampoco era su campo, y por no haberse limitado a aceptar que la teoría heliocéntrica no tenía todavía pruebas suficientes que la demostraran (por ejemplo Galileo defendía equivocadamente que las mareas eran debidas a la rotación de la tierra, como el agua en una palangana en movimiento). Paradójicamente “los eclesiásticos acertaron en el terreo científico y el astrónomo en la exégesis [bíblica]” (Brandmuller 1987: p. 178) (ver también Villar 2017: pp. 37-39, Artigas 2009: pp. 209-225). Posiblemente hubiera bastado con que Galileo hubiera aceptado sus teorías como un modelo matemático a demostrar con pruebas, pruebas que no llegarían hasta un siglo después con el descubrimiento de la aberración de la luz por el astrónomo James Bradley. Lo que está bien documentado es que no fue encarcelado, ni torturado, ni llevado a la hoguera, como se ha mantenido en ciertos escritos. La sentencia fue de arresto domiciliario, un primer año en Siena, en los aposentos del arzobispo Pivolomini, y finalmente en su villa de Arcetri al sur de Florencia, donde estaban sus hijas monjas, pues deseaba estar cerca de ellas. Murió pacíficamente el 8 de enero de 1642, atendido por el discípulo Vicencio Viviani y algún sacerdote amigo, murió confesando su fe en Dios y en la Iglesia, siendo enterrado en la Iglesia de la Santa Croce en Florencia (Villar 2017: pp. 17-60).
Por su parte, Johannes Kepler (1571-1630), a pesar de ser un defensor del modelo copernicano, no sufrió ninguna condena protestante ni católica, tampoco participó en disputas, posiblemente porque era de natural afable, dialogante y pacífico. Como astrónomo genial es famoso por sus tres leyes, publicadas en 1609 en su obra Astronomia Nova, que describen el movimiento de los planetas en órbitas elípticas alrededor del sol. Había nacido en Weil der Stadt (Alemania) en el seno de una familia luterana. Estudió teología, pero no llegó a ordenarse, “Kepler no fue solo creyente, no fue solo piadoso, fue un auténtico místico. Puede decirse que la fe ciega de un hombre religioso le llevó a encontrar unas leyes del sistema planetario […]. En este caso el espíritu religioso sí engendró ciencia” (Battaner 2020: p. 36).
Newton y Dalton
Isaac Newton (1642-1727). Científico inglés, sus aportaciones a la Física abarcan todos los campos, principalmente la Mecánica, la Dinámica, la Óptica y la Alquimia. Su mayor éxito fue identificar la ley de la gravitación universal y las tres leyes de la Dinámica que llevan su nombre, y que publicó en su obra Philosophiae naturalis principia mathematica. Con su ley de la gravedad quedaron demostradas las leyes que Kepler había deducido teóricamente. También hizo grandes contribuciones sobre la naturaleza de la luz y la óptica, que describió en su obra Opticks. Pero su gran pasión fue la alquimia y el estudio de la Biblia. Había sido educado en la religión anglicana, pero con el tiempo tuvo opiniones en contra respecto a su doctrina. En 1969 fue nombrado profesor lucasiano (una cátedra de matemáticas en Cambridge fundada por Henry Lucas en 1663). Para conservar dicha cátedra tenía que hacer votos y recibir las ordenes sagradas, de manera que Newton quiso entender bien lo que iba a jurar y se dedicó a estudiar a fondo la Biblia y la historia del cristianismo, convirtiéndose propiamente en un teólogo y un exégeta. Para no hacer el juramento pidió una dispensa al rey Carlos II (1630-1685) que le fue concedida. Newton fue profundamente religioso, pensaba que se podía leer la obra de Dios tanto en la Biblia como en la naturaleza y que Dios había dotado al mundo con unas leyes inmutables.
John Dalton (1766-1844) fue un químico y matemático inglés. Nació en el seno de una familia que profesaba la religión cuáquera, una rama escindida del anglicanismo. No tuvo propiamente una formación académica, pues en esa época no se permitía a los cuáqueros acceder a la universidad, pero adquirió conocimientos en otros lugares aprendiendo matemáticas, ciencias, latín, griego y meteorología. En 1793 se trasladó a Manchester para ser profesor de Matemáticas y Filosofía Natural en la academia Nuevo Colegio asociada a los cuáqueros. En 1824 Dalton, junto con empresarios de Manchester fundó el Instituto de Mecánica que sería el germen de la actual Universidad de Manchester. Hizo contribuciones en diferentes campos, pero su aportación más importante fue el establecimiento de la teoría atómica. Expuso su teoría en varias conferencias en la Royal Institution de Londres en diciembre de 1803 y la publicó en 1808 en su obra Un nuevo sistema de Filosofía Química. Dalton postulaba que los átomos son las partículas básicas de la materia, siendo partículas esféricas indivisibles e indestructibles, estando cada compuesto químico constituido por átomos diferentes de otros elementos simples. Antes que Dalton, Demócrito y los epicúreos en Grecia habían especulado filosóficamente que la materia estaba compuesta por partículas indivisibles de diferentes tipos, incluso los seres humanos se reducirían a estas colecciones de átomos. Esta teoría metafísica estuvo ligada al materialismo como ideología, considerando que todo se reduce a materia. Dalton se apartó de la interpretación del materialismo y supo combinar el rigor científico de la química con sus creencias religiosas. Su vida estuvo anclada en su fe, siendo sencillo y austero, llevando una conducta honrada y rehuyendo la ostentación. Fallecería en Manchester en 1944 (López Corredoira en Arana 2021: pp. 95-94).
Mendel y Lemaître
Gregor Mendel (1822-1884). Nació en una familia católica en Hyncice perteneciente entonces al Imperio Austriaco (hoy a Chequia). En sus estudios tuvo el problema de que su lengua materna era el alemán, pero en los colegios y universidad a los que asistía se hablaba el checo, lo que le ocasionó algunas crisis nerviosas. Mendel tenía veintiún años cuando entró en la abadía agustina de Brno, cerca de Viena. En 1849 Mendel ya se había ordenado y completado sus estudios, lo que le permitió acceder a una plaza de profesor en el Gymnasium de Znojmo, localidad situada cerca de Brno. Por entonces el gobierno austriaco empezó a exigir que todos los profesores debían acreditarse en Viena. Por este motivo Mendel viajó a Viena en 1850 para sacar su certificado, pero el tribunal no le aprobó y le aconsejó que se formara más en ciencia. Se matriculó en la Universidad Imperial de Viena, donde estudió física, química e historia natural. Al acabar en 1852 volvió a su monasterio e hizo sus primeras investigaciones. En torno a 1856 fue aceptado como profesor sustituto en una escuela superior de Brno (la Oberrealschule). Mendel halló estabilidad y entre 1856 y 1863 realizó sus investigaciones sobre las leyes de la herencia usando el invernadero del monasterio. Hibridando dos líneas puras de guisantes pisum sativum, una de semillas amarillas y la otra de verdes, Mendel observó que en la primera generación filial todos los guisantes eran amarillos, mientras que en la segunda aparecían amarillos y verdes en la proporción de 3 a 1. Para explicar esto, Mendel introdujo el concepto de que había un carácter dominante (amarillo) y otro recesivo (verde). En 1866 publicó estos resultados en su artículo Investigaciones sobre híbridos de plantas, cuyo valor no fue reconocido hasta treinta años después. Años más tarde, Mendel fue elegido abad de su monasterio y sus investigaciones disminuyeron. Falleció en 1884, siendo enterrado en el cementerio de Brno junto a otros frailes agustinos (Villar, 2019).
Georges Lemaître (1894-1966) fue astrofísico. Lemaître nació en 1894 en Charleroi, una ciudad belga a pocos kilómetros de Francia. Estudió primero en el colegio de los jesuitas de su ciudad y luego en la Universidad Católica de Lovaina. Participó en la primera guerra mundial y al finalizar reanudó sus estudios en Lovaina dedicándose ya de lleno a la física y las matemáticas. En 1920 ingresó en el seminario católico de Malinas y en 1923 fue ordenado presbítero por el cardenal Mercier, que animó a Lemaître a compaginar su sacerdocio con sus actividades científicas. Poco después empezó a realizar viajes de investigación y estancias en Inglaterra, Canadá y Estados Unidos, visitando observatorios astronómicos y tratando con los astrónomos más importantes de la época. Con este bagaje regresó a Bélgica y consiguió una plaza de profesor en la Universidad de Lovaina. Aplicando la teoría de la relatividad de Einstein, publicó en 1927 y 1933 dos artículos en los que explicaba una nueva teoría que se dio en llamar del “Big Bang”; ésta asume que el origen del universo tuvo lugar a partir de la explosión de un “núcleo primitivo”, la cual daría lugar a nubes gaseosas que en su expansión irían condensando para formar las galaxias, las estrellas y finalmente los planetas (Villar 2019: pp. 188-208). No tardando mucho empezó la segunda guerra mundial y Lemaître intentó huir a Inglaterra, pero no se lo permitieron los alemanes, permaneciendo aislado en Bélgica. En 1936 fue nombrado miembro de la Academia Pontificia de Ciencias y en 1960 elegido como su presidente. Lemaître mantuvo siempre la intención de no entremezclar ciencia y religión, para él eran dos realidades diferentes, la ciencia la hacía con las matemáticas y la religión la vivía con una fe personal anclada en el evangelio. Su teoría del “Big Bang” fue interpretada por algunos como una prueba de la existencia de Dios, pero a él eso no le gustaba, decía: “tengo demasiado respeto hacia Dios como para hacer de Él una hipótesis científica” (Villar 2019: p. 217). Pero su teoría saltó a la opinión pública; para los materialistas Lemaître quería demostrar la creación divina del universo desde la nada, y para los fundamentalistas religiosos, que interpretan la Biblia de forma literal, que la creación bíblica no era compatible con su teoría del “átomo primitivo”. En realidad, Lemaître supo no implicarse en estas posiciones extremas. En cuanto a su espiritualidad, estuvo siempre vinculada a la sociedad belga Amis de Jésus, cuya finalidad era generar una comunidad fraterna entre sacerdotes. En 1965 fue diagnosticado de leucemia y falleció al año siguiente. Fue enterrado en una parroquia francófona de la Universidad de Lovaina (Villar 2019: pp. 181-222).
Lejeune y Collins
Jérôme Lejeune (1926-1994). Fue un médico francés que es considerado el padre de la genética moderna por su descubrimiento de la trisomía del cromosoma 21, causa del síndrome de Down. Había nacido en 1926 en Montrouge, pequeña ciudad en las cercanías de París, en una familia católica. Pronto la familia tuvo que huir a Étampes, al sur de París, para evitar los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Estudió medicina en una facultad dependiente de la Universidad de la Sorbona de París. Hizo la tesis con el profesor Raymond Turpin que investigaba sobre el síndrome de Down, y al acabar continúo trabajando en su laboratorio. En 1957, tras un trabajo en equipo con Turpin y Marthe Gutier, Lejeune consiguió contar un cromosoma de más en el cariotipo de una persona con síndrome de Down. Confirmaron los resultados con otros cariotipos de niños y niñas y el 16 de marzo de 1959 publicaron en la Academia de Ciencias francesa el artículo decisivo con fotos al detalle en las que se observaba un cromosoma extra al separar el par del cromosoma 21. A partir de entonces, Lejeune fue invitado a dar numerosas conferencias por todo el mundo. La más decisiva para su carrera tuvo lugar en Estados Unidos en 1969, donde al recibir un premio de la American Society of Genetics se atrevió a hacer un alegato en contra del aborto, pues su descubrimiento de la trisomía 21 se estaba considerando un avance para detectar en el embarazo dicha trisomía y en caso positivo recomendar el aborto, todo lo contrario de lo que Lejeune pretendía, que era defender a los no nacidos e investigar acerca de los niños discapacitados. Como era de esperar, surgieron muchos detractores que estaban a favor de legalizar el aborto, incluso Lejeune sufrió episodios de violencia e insultos (“muera Lejeune y sus pequeños monstruos”) (Villar, 2017: pp. 171-206), pero Lejeune se mantuvo en su vocación de médico y siguió trabajando en acciones sociales en favor de sus pacientes. El lado positivo fue que en 1974 Pablo VI le nombró miembro de la Academia Pontificia de las Ciencias, y en 1993 Juan Pablo II le pidió ser el presidente de la Academia Pontificia de Medicina. Un poco después Lejeune fue diagnosticado de cáncer y moría el día de Pascua de 1994. Su vida religiosa fue la de un creyente que practicaba su fe católica con naturalidad. Era una persona alegre y bondadosa e incluso con sus oponentes se mostró siempre afable (Dugast, 2021).
Francis Collins (1950- ). Genetista estadounidense. Obtuvo primero un doctorado en Química por la Universidad de Yale y al acabar empezó a estudiar medicina en la Universidad de Carolina del Norte. Por esa época se declaraba ateo, pero en sus prácticas como médico quedó impactado por la religiosidad de sus enfermos graves que no se quejaban a Dios, un día una viejecita creyente le preguntó y usted doctor en qué cree, y se empezó a replantear sus razones en contra de la fe. Como buen científico quiso estudiar a fondo el problema y empezó a leer y leer. Se encontró con el libro de C.S. Lewis Mero cristianismo, donde encontró respuesta a muchas de sus dudas y pasó del ateísmo a la fe. En 1992 fue nombrado director del Proyecto Genoma Humano de los Estados Unidos, que pretendía secuenciar totalmente el ADN humano. En 2000, junto con Bill Clinton, hizo el anuncio histórico de que se había terminado el borrador completo del genoma, cuya versión final salió a la luz en 2003. Ese año recibió en España el premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica. En su libro autobiográfico (Collins, 2007), titulado en español ¿Cómo habla Dios?: La evidencia científica de la fe (Collins, 2022), narra cómo el descubrimiento del genoma humano le permitió vislumbrar el trabajo de Dios. En sus páginas defiende una evolución teísta, en la que Dios sería el primer motor que desencadenó la evolución. Considera que la ciencia y la religión no tienen por qué estar en conflicto, con este fin fundó en 2007 la Fundación Biologos (https://biologos.org/), que pretende estudiar la compatibilidad entre ciencia y fe.
Conclusión
Junto con los anteriores científicos creyentes, han convivido deístas (existencia de un Dios creador), como Gauss, agnósticos como Laplace o Husley y ateos como Richard Dawkins o Stephen Hawking. Podríamos concluir que los científicos no tendrían por qué ser más o menos creyentes que el resto de los mortales, más bien sus convicciones religiosas se deben a una opción personal semejante a la de los demás. En mi opinión, la ciencia y la religión pertenecen a dos dimensiones distintas, con lenguajes y metodologías diferentes, la primera es empírica y la segunda se pregunta sobre el sentido último del hombre, por lo que no debiera existir conflicto entre ellas sino más bien deberían ser complementarias.
Fuentes
Arana, J. (2021) (Director). La cosmovisión de los grandes científicos del siglo XIX. Editorial Tecnos. Madrid.
Artigas, M., Shea, W.R. (2009). El caso Galileo: Mito y realidad. Ediciones Encuentro, Madrid.
Battaner, E. (2020). Los físicos y Dios. Los Libros de la Catarata, Madrid.
Brandmuller, W. (1987). Galileo y la Iglesia. Ediciones Rialp. Madrid.
Collins, F. (2007). The Language of God: A Scientist Presents Evidencce for Belief. Pocket Books (Simon & Schuster UK Ltd)
Collins, F. (2022). ¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe. Sexta edición. Editorial Ariel, Barcelona.
Dugast, A. (2021). Jérôme Lejeune: La Libertad del sabio. Editorial Bonum, Buenos Aires.
Villar, I. (2017). Ciencia y fe católica: De Galileo a Leujene. Biblioteca Online, Madrid.
Villar, I. (2019). Sacerdotes científicos: De Nicolás Copérnico a Georges Lemaître. Digital Reasons, Madrid.