La palabra “oro” (del latín aureum, el color de la aurora, el brillo del sol naciente) no sólo se utiliza para designar ese metal amarillo brillante, que por su escasez y condición de maleable, ha sido considerado por todas las civilizaciones un bien preciado, con el que fabricar joyas y monedas. También, precisamente por ese uso, acudimos a este adjetivo cuando queremos expresar las preciosas y hermosas cualidades de algo o alguien (“es de oro”, decimos). De ahí que cuando los matemáticos de la antigüedad buscaron cómo definir el canon clásico de la belleza, y para ello establecieron la proporción que hace que una figura nos resulte así, preciosa y hermosa, denominaron al resultado alcanzado el número de oro.

Para calcularlo, la clave de partida está en una definición: considerar que una forma es bella cuando la proporción entre el total y su parte mayor (razón extrema) es igual a la proporción entre su parte mayor y su parte menor (razón media). Ese es precisamente el concepto de belleza que reflejan las proporciones ideales de la figura humana descritas en los textos de Marco Vitruvio (80 a.C.-15 a.C.), arquitecto de Julio César (100 a.C.-44 a.C.), y que fueron dibujadas por Leonardo da Vinci (1452-1519) en su famosa obra “el hombre de Vitruvio

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La razón extrema surge aquí al hacer el cociente entre la suma de los dos lados del rectángulo (total) y su lado más largo, el que es igual al diámetro del círculo (parte mayor), mientras que la razón media es el cociente entre ese lado largo del rectángulo o diámetro del círculo (parte mayor) y su lado corto, el que es igual al lado del cuadrado que encierra la figura humana (parte menor). Basta ahora fijar una de esas medidas, por ejemplo la del lado corto igual a 1, y realizar unas sencillas operaciones matemáticas (despejar en los términos de una igualad y aplicar la fórmula de la ecuación de segundo grado), para obtener ese número de oro (inconmensurable, por sus infinitos decimales) 1,618… consagrado también con el nombre de “proporción áurea” por el matemático alemán Martín Ohm (1792-1872) en su obra “Las matemáticas puras elementales” publicada en 1835.

La letra griega “Phi”, con la que se ha bautizado, es una notación relativamente reciente, y fue popularizada por el matemático  estadounidense Mark Barr (1871-1950), se dice que por ser la inicial del nombre del escultor griego Fidias (500 a.C.– 431 a.C.). A Fidias se le atribuye la concepción del Partenón de Atenas (aunque sus arquitectos fueran Ictino y Calícrates) cuyas dimensiones se ajustan a la proporción áurea, al igual que ocurre con otras grandes obras de la antigüedad, como la pirámide de Keops, donde “El cuadrado de su altura es igual a la superficie de una cara”, según describe el historiador griego Herodoto (484 a.C.-425 a.C.)

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Se constata así que el origen de esta proporción hay que buscarlo muchos años atrás. Euclides (325 a.C.- 265 a.C.) la menciona en su  tratado “Los Elementos”, cuyos trece libros recopilan los conocimientos de Geometría de su época. En el libro VI, la tercera definición establece: “Dícese dividida una recta con razón extrema y media cuando fuere que como se ha toda a la mayor parte, así la mayor a la menor.”

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Remontándonos todavía unos siglos más atrás, podemos encontrar en la Grecia antigua una representación geométrica del número de oro en el símbolo con el que se identificó la escuela pitagórica: el “pentalfa”.

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Fue precisamente  en esta escuela donde una de las primera mujeres matemáticas, Teano (siglo VI, a.C.), hija del rey Milón de Crotona, y esposa de  Pitágoras (572 a.C.- 497 a.C.), ideó una técnica para calcular el valor de esa proporción áurea, utilizando regla y compás.

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Dando un salto en la historia, encontramos la sorprendente relación entre el número de oro y la naturaleza en la obra “Liber Abacci” publicada en 1202 por el matemático italiano Leonardo de Pisa (1170-1250), y dedicada al cálculo con las cifras arábigas en operaciones comerciales, como técnica que contrastaba con el uso ábaco. Uno de los problemas propuestos en este libro se refiere al ritmo de reproducción natural de los animales, planteando en concreto bajo la pregunta: “¿Cuántas parejas de conejos tendremos al final de un año, si comenzamos con una pareja, que produce cada mes otra pareja, que procrea a su vez a los dos meses de vida?”. Al calcular la solución mes a mes surge una sucesión de números, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144,… en la que cada término es la suma de los dos anteriores, dando lugar a una curiosa propiedad: el cociente de los términos sucesivos se aproxima al valor de la proporción áurea.

La misma sucesión aparece también en el crecimiento de las ramas de los árboles, de las flores o de los frutos, y ha pasado a la historia como “la sucesión de Fibonacci”, pues por “bonacci” (bonachón) era conocido el padre de Leonardo, lo que hizo que su “figlio” (hijo) heredara como apodo “fibonacci”.

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No termina aquí las sorprendente aparición de este número en nuestro mundo, pues la replicación de la proporción área en el interior del rectángulo que la genera da lugar a una sucesión de “rectángulos áureos” anidados, formando una espiral que viene a reproducir la forma de la concha de los caracoles, de los pétalos de las rosas, de los ciclones o de las galaxias.

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Además, esta propiedad “auto replicativa” del número de oro puede utilizarse para comprobar si un rectángulo es áureo: en ese caso, los triángulos que se forman al trazar las diagonales del rectángulo mayor y el menor son semejantes, con los mismos ángulos, y por tanto deben quedar alineadas cuando un rectángulo áureo y una réplica se ponen uno junto a otro, en horizontal y vertical. Así se puede comprobar, por ejemplo, que las tarjetas de crédito que guardamos en nuestros bolsillos siguen proporciones áureas.

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Asombroso! ¿Pero qué tendrá de singular este número para ser el patrón de tantas formas naturales y diseños creados por el hombre? Eso mismo se preguntó en 1494 el matemático y fraile franciscano Luca Pacioli (1445-1517) cuando escribió su tratado sobre las relaciones entre la geometría y la arquitectura, que ilustró su amigo Leonardo da Vinci, y que tituló “la divina proporción”, denominación que acuñó para referirse al número áureo. Y es que para este religioso estaba justificada esa identificación de la proporción áurea con Dios, por coincidir en sus cinco  propiedades: la unicidad, la trinidad (de segmentos para definirlo), la iconmensuabilidad, la autosimilaridad y la omnipresencia.

Así que no se sorprendan si se sienten rodeados por este número de oro. Ya se sabe que la belleza es cuestión de la divinidad, y parece que la divinidad se ha empeñado en construir su creación jugando con ese patrón de medida. Qué otra cosa puede esperar la humanidad, condenada como está a imitar a sus dioses (matemáticos).

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