La afición de los nobles franceses del siglo VIII a jugar pasándose una pelota de uno a otro, golpeándola con la palma de la mano, mientras se gritaban finamente “¡tenez!” (tenga usted), suponía un desgaste demasiado duro para la fina piel de sus distinguidas personas. Por eso acogieron con gusto el invento de la raqueta (en francés “raquette”, derivado del árabe “raha”, palma de la mano), un artilugio en forma de pala formado por un mango y una superficie oval con la que golpear la pelota y poder disfrutar de ese deporte que derivó en lo hoy en día conocemos como tenis (de la palabra inglesa “tennis”, tomada a su vez del grito original francés).
Más allá del interés que los diferentes modelos de raquetas de tenis suscitan entre los aficionados y profesionales, su forma singular ha llamado la atención de los matemáticos. Y es que la raqueta de tenis constituye el mejor ejemplo sobre el que estudiar los diversos efectos de giro que se producen cuando se aplican según qué tipos de rotaciones a un objeto. Entre esos efectos, hay uno casi mágico, conocido como “efecto Dzhanibekov”, en honor al astronauta uzbeko Vladimir Dzhanibekov que lo descubrió en 1985, durante una de sus misiones en la Estación Espacial Internacional, y que ha dado lugar al denominado popularmente como teorema de la raqueta de tenis.
De lo que estamos hablando es de algo que se puede presenciar a menudo en cualquier partido de tenis. Ocurre cuando los tenistas, especialmente en los descansos entre un punto y otro, o justo mientras esperan el saque del rival, juguetean volteando o haciendo girar su raqueta. Fijándose un poco, se aprecia que las diferentes formas de voltear la raqueta vienen a resumirse en tres, dependiendo del eje de giro que se elija.
Una opción es colocar la raqueta en posición vertical, con el mango hacia arriba y la pala hacia abajo (o al revés), y hacerla girar en torno al eje que forma el mango, dando vueltas como si fuera una peonza, de un modo estable.
Otra posibilidad es coger la raqueta por el mango, ponerla horizontal y con los cantos de la pala verticales (mirando hacia arriba y hacia abajo). Si ahora se lanza la raqueta hacia adelante y hacia arriba con la fuerza suficiente para que gire en al aire, resulta que este eje de giro también es estable, y que con un poco de habilidad, cuando la raqueta cae se puede volver a coger por el mango, en la misma posición que tenía al lanzarla.
Pero hay otro tercer eje de giro (es lo que tiene vivir en un mundo de tres dimensiones, altura, anchura y profundidad) donde ocurre algo muy curioso: si la raqueta se coge por el mango, en posición horizontal y con la pala también horizontal (como si fuera una sartén) y se lanza hacia adelante y hacia arriba como antes, al girar ocurre que la raqueta da por su cuenta un giro sobre si misma (intercambiando la parte de arriba y de debajo de la sartén) antes de caer y volver a la posición horizontal de antes, sólo que ya con la parte de arriba y abajo intercambiadas. He aquí el efecto Dzhanibekov!.
La explicación matemática, de porque al girar un objeto irregular sobre sus tres posibles ejes de giro, en dos de ellos el giro es estable y en otro inestable, es lo que se conoce con el nombre de teorema de la raqueta de tenis. La demostración de tal teorema se basa en el denominado “momento de inercia”, que mide la dificultad de que un objeto pueda girar sobre un determinado eje, dependiendo de la distribución de la masa del cuerpo alrededor del eje. Esa inercia puede calcularse mediante las ecuaciones de Euler de la mecánica, que llevan el nombre de uno de los más grandes matemáticos de todos los tiempos, el alemán Leonhard Euler (1707-1783).
Una aplicación práctica de lo que supone ese momento de inercia la podemos ver en los prodigiosos giros que hacen las bailarinas de ballet sobre las puntas de sus pies, giros que discurren con más o menos velocidad, según si los brazos de la bailarina están estirados (gira más despacio) o contraídos sobre su propio cuerpo (gira más deprisa), todo gracias a los cambios que se producen en el momento de inercia.
Análogamente, una aplicación práctica del teorema de la raqueta, de suma importancia para el mundo tecnológico actual, es el control de los satélites artificiales y de otros objetos o naves que son lanzadas al espacio exterior, para que mantengan su orientación durante el giro. Gracias a los matemáticos y a este teorema, esos satélites no giran de cualquier modo, y con ello las señales que reciben y emiten llegan donde tiene que llegar, haciendo posible nuestras comunicaciones.
Conviene recordarlo, la próxima vez que jugueteen alegremente con su raqueta de tenis… y es que, una vez más, las matemáticas ayudan a entender las vueltas que dan las cosas.