UN VIAJE SONADO*

El tren recorre la Meseta, antes de adentrarse en las sierras que la separan del valle del Guadalquivir. Circula con una celeridad asombrosa, fruto de la alta tecnología de las locomotoras AVE. A esa velocidad, los escasos árboles y matorrales del paisaje reseco parece que huyen espantados de nosotros, pero ya sabemos que es al revés, es un trampantojo en movimiento. El dindondín con voz de señorita algo mecánica nos va anunciando las pocas paradas que se van a producir y antes nos ha deseado un buen viaje. Gracias, le respondí en mi cerebro, que uno es educado.

No es el único sonido enlatado que se desarrolla en el vagón donde viajo a Cádiz, esa hermosa ciudad. Ya casi desde el comienzo del viaje, han ido destapándose unas extrañas melodías que suenan en los bolsillos de muchos de mis colegas de trayecto. Son llamadas de teléfonos “móviles”. ¡Santo cielo, qué variedad de politonos, o como se diga! Desde lo más exótico, como el de las cornetas del séptimo de caballería, al más clásico que imita el ring-ring de los teléfonos antiguos. Unos insistentes, otros horrísonos, algunos de cadencia matemática y precisa. Y tras cada sonsonete, viene el inicio de una conversación, pues nadie deja de responder al reclamo.

Todos nos hemos cruzado por las calles con alguna persona que, a voz en grito, habla por su teléfono portátil, destapando intimidades que a cualquiera nos daría vergüenza aventar salvo en privado. En esos casos procuro no atender ni entender sobre sus voces. Es mi pequeña venganza por su descarada impudicia verbal, si se admite este tipo de impudicia. Pero aquí, encerrado en el tren, ese esfuerzo es imposible.

Así que, entre Ciudad Real y Puertollano, me entero de que Lola, la amiga de una de mis vecinas de asiento, ha roto con Pedro pero que no debe preocuparse, porque hombres los hay a montones, hija, esperándote en cualquier rincón de este puñetero país (Casi a punto estoy de preguntarle por qué este país es puñetero, pero me contengo). Entre Puertollano y Córdoba, bien que a mi pesar, el señor de dos filas más allá nos pone al tanto de que está muy, pero que muy enfadado con no sé quién de su despacho, porque ha revisado el informe para la empresa y falta el balance de tipos, que qué será eso de los tipos balanceándose, me digo yo. Y, ya cerca de Sevilla, casi nos ponemos a llorar de emoción todos los del vagón, porque gracias a los gritos de alegría de una joven, conocemos que Conchi ha conseguido arrancar unas décimas en la reclamación del examen de selectividad, y por fin, qué chuli, tía, puede entrar en la escuela de enfermería de su ciudad.

Pero siempre hay alguien que supera a los demás. En esta olimpiada de las llamadas y los mensajes, en este foro de la conversación íntima desvelada para el público, juro que ninguno superó al mozo que viajaba justo enfrente de mí, con su encantadora madre al lado. Un muchacho de unos quince años. No lo describo, pues no es el caso; tan sólo debo reflejar que portaba en su mano derecha una maquinita de juegos electrónicos a la que aporreaba con una dedicación vertiginosa, y a cada momento exclamaba, toma, toma, ¡toma ya! Su cuerpo se retorcía en el transcurso de los sucesivos juegos y sólo se aquietaba al recibir, él también, llamadas de teléfono (tono: “La barbacoa” de Georgie Dann). En ese caso dejaba la máquina de ludópata en aprendizaje y como si fuera un revólver, desenfundaba del bolsillo su teléfono para contestar, con gran amplitud de voz, a sus, luego lo supe, múltiples amistades. A lo mejor creen que exagero, pero creo que conté unas cuarenta y tres llamadas (entre recibidas y emitidas) en lo que duró el viaje. Hice todos los esfuerzos inconcebibles para no entrar en lo que hablaba, para no imaginar, o casi oír, lo que le decían, para no enjuiciar su discurso o tratar de corregir los errores gramaticales que perpetraba, para no traducir sus múltiples vocablos de argot inescrutables, pero todo en vano. Allí estaba él, con sus variopintos temas de conversación, adobados con tacos, simplezas y pasajes herméticos. A su lado iba la madre, que, con delicadeza, me miraba de vez en cuando y hacía un gesto que no sé bien si era de disculpa o de complacencia en su criatura. Y en frente un servidor, como un condenado a galeras, sujeto a los sucesivos tonos de Dann que anunciaban nuevos y confusos coloquios telefónicos, entreverados con los ¡toma ya! de su regreso a la máquina de los juegos. Una situación insostenible, apenas sobrellevada con algunas visitas al bar.

Justo en el momento en que ya había decidido lanzarme contra el muchacho, arrebatarle el teléfono y huir con el artilugio hasta el servicio para arrojarlo por la taza del váter, el dindondín de la señorita interrumpió mi plan y me bajó a la realidad: “Señores pasajeros, estamos entrando en la estación de Cádiz, son las tantas y tantos minutos de la tarde y les agradecemos que hayan viajado con nosotros”. Y con los móviles, pensé yo, mientras el muchacho y su madre se levantaban para recoger las bolsas del maletero. El dindondín, con toda seguridad, me libró de un serio disgusto con la Justicia.


(* Diario HOY. 7/10/2010)