La unicidad es un concepto sencillo, si nos limitamos a su definición en el diccionario: cualidad de lo que es único, sólo y sin otro de su especie. Pero cuando nos hacemos preguntas concretas, acerca de la unicidad de determinados entes, la complejidad de la respuesta puede dar para muchos siglos de debates y discusiones. Ahí está, por ejemplo, la unicidad de dios, planteada como una cuestión clave en las religiones monoteístas, o las reflexiones filosóficas sobre la unicidad del ser, desarrolladas por diversas escuelas de pensadores a lo largo de la historia. Para los matemáticos, a los que nada de lo humano o lo divino nos es ajeno, la unicidad es también una preocupación.
Preocupación que surge llegado el caso de enfrentarnos a una definición: dado un determinado objeto, cumpliendo las propiedades definidas, ¿es único? o lo que es lo mismo ¿cualquier otro objeto que cumpla tales propiedades tiene que ser igual o equivalente al establecido anteriormente?. Algo que a veces puede parecer muy obvio, no siempre es sencillo. Por ejemplo, ahí está la unicidad de los números naturales demostrada por Giuseppe Peano (1858-1932), parte de la concepción griega de los números, generados a partir la unidad (mónada), cumpliendo cinco axiomas: el 1 es un número natural, a partir del 1 todo número natural tiene un sucesor, el 1 no es sucesor de ningún número natural, dos números naturales no pueden tener el mismo sucesor, si una propiedad la cumple un número y su sucesor entonces esa propiedad la cumplen todos los números naturales (principio de inducción). Peano probó que el conjunto de tales números es único, es decir, que si dos conjuntos de número satisfacen estos axiomas, entonces son dos representaciones de un mismo conjunto.
Otra preocupación matemática por la unicidad es la que se presenta cuando se analiza la solución a un determinado problema. Una vez demostrada la existencia de una solución a determinadas ecuaciones, nos planteamos si es única, o dicho de otro modo: planteada la posibilidad de que existiera otra solución, ¿se puede concluir (o no) que necesariamente es igual a la anterior?. De este tipo de preguntas surgen los denominados teoremas de existencia y unicidad de soluciones. Un buen ejemplo lo constituyen las soluciones al clásico problema de Cauchy, que trata de la resolución de un tipo de ecuaciones que aparecen en los modelos de la Física, y que fueron estudiadas por Agustin Louis Cauchy (1789-1857). La demostración de la existencia y unicidad de las soluciones dio lugar a un teorema de Cauchy-Kowalevskaya, que vino a demostrar Sophie Kovalevskaya (1850-1891)
También los matemáticos nos preocupamos por la unidad cuando establecemos una función: para que una correspondencia entre conjuntos pueda ser considerada como tal es necesario que a cada elemento al que se le aplica la función le corresponda un único elemento como resultado de la aplicación. Un ejemplo sencillo de lo que constituye una función es asignarle a un número su cuadrado (el producto por si mismo): al número 2 le corresponde únicamente el número 4, del mismo modo que al -2 también le corresponde únicamente el 4. Sin embargo, asignarle a un número sus raíces cuadradas (lo que sería hacer la función inversa de la anterior) no es una función, pues al 4 le correspondería un resultado que no es único, sino que estaría formado por el 2 y el -2.
¿De dónde surgen (o a donde pretenden llegar) tantas preocupaciones por la unicidad, de teólogos, filósofos y matemáticos? El debate sigue abierto, y las respuestas puede que tengan que ver con el afán de la humanidad por buscar la unidad en la diversidad, lo que a su vez puede constituir una preocupación política (no en vano, este es el lema de la Unión Europea). O quizás todo lo contrario, y simplemente estemos buscando una manera de reafirmar que cada uno de nosotros somos únicos, aunque eso sí, como bien matizaba Unamuno, “cada uno con sus cadaunadas”.