Los que aprendimos el alfabeto en la escuela, a través de juegos que asociaban cada letra a la inicial de un nombre conocido, se nos han quedado grabadas frases como “z de zorro” o “z de zapato”. Sin embargo, si le piden a un matemático que complete la frase “z de…”, no se extrañen que la respuesta sea “z de Riemann”, una letra que no cuadra con la inicial del apellido del matemático alemán del siglo XIX Georg Friedrich Bernhard Riemann, pero que es la letra utilizada para designar la función clave en uno de sus más célebres artículos de investigación, “Sobre el número de primos menores que una cantidad dada”, publicado en 1859.
En su trabajo Riemann conjeturó una hipótesis, acerca dónde están situados los puntos donde se anula la denominada función zeta, cuya solución permitiría demostrar cómo están distribuidos los números primos, lo que tendría como consecuencia nada más, y nada menos, que la pérdida de seguridad de los actuales sistemas criptográficos, basados en la complejidad de la distribución de los números primos.
Resolver la hipótesis de Riemann significaría por tanto una revolución mundial, y para los matemáticos supondría superar uno de los problemas del milenio, todo un acontecimiento que inscribirá el nombre de su autor en la historia de las matemáticas, dándole no sólo fama sino también fortuna, pues se haría acreedor de un premio de un millón de dólares comprometido por el Instituto Clay de Matemáticas. Este premio millonario se concede a quien encuentre la solución a alguna de 7 conjeturas aún no demostradas, que formaban parte de los 23 problemas de Hilbert, propuestos por el matemático alemán David Hilbert al Congreso Internacional de Matemáticos celebrado en 1900, como tareas para completar la construcción de las matemáticas a lo largo del siglo XX.
En ese sentido, llegar a resolver la hipótesis sobre la función zeta de Riemann vendría a suponer un punto final en el camino, al igual que ocurre cuando recorriendo el alfabeto latino se llega a su última letra, la zeta. Aunque en el caso de la zeta de Riemann, hay que precisar que la letra en cuestión es la zeta del alfabeto griego, cuyo nombre exacto es dseta.
Pero lo cierto es que lejos de significar el cierre de un ciclo, la función zeta ha sido y sigue siendo todo lo contrario: un principio que despierta la pasión matemática por abrir nuevos caminos al conocimiento, un enigma cuya solución plantea otros enigmas y mantiene en vilo a los matemáticos del siglo XXI. El propio David Hilbert, consciente de la gran dificultad que entraña el problema, llegó a decir que si resucitase después de 500 años lo primero que haría sería preguntar si se había resuelto la hipótesis de Riemann.
En la misma línea se manifestó uno de los genios matemáticos del siglo XX, el inglés Godfrey Harold Hardy, después de dedicar gran parte de su vida a hacer progresos hacia la solución de la hipótesis de Riemann, sin conseguir alcanzarla. Hardy confesó que cuando era joven soñaba con resolverla, que en su madurez tuvo la esperanza de que a lo largo de su vida algún genio matemático la resolvería, pero que ya en la vejez pensaba en llegar al cielo para preguntar si allí sabían la solución, hasta que cuando sintió cerca la muerte confesara sus dudas de que así fuese. Al conocerse el suicido con el que concluyó la vida de Hardy, algunos pensaron que precisamente había descendido al infierno buscando si allí estuviese la anhelada solución.
Así que ya entrados el siglo XXI, el problema continúa abierto, ocupando no sólo las mentes matemáticas, sino también las portadas de las noticias, por la trascendencia de su solución. Eso es precisamente lo que ocurrió a finales del año 2018, cuando el gran matemático inglés Michael Francis Atiyah, reconocido como doctor honoris causa por la Universidad de Salamanca, anunció a sus 89 años que había resuelto la hipótesis de Riemann. Lo cierto es que los cálculos que difundió Atiyah no probaron tal solución, más bien provocaron un cierto sentimiento de tristeza, por parecer fruto de una mente afectada por las dificultades que una edad avanzada. Y el caso es que justo después, el 11 de enero de 2019, Atiyah dejaba este mundo, quién sabe si también buscando respuestas en el cielo.
Llegados a este punto, asaltados por la duda de si alguien algún día será capaz de concluir la ansiada demostración de la hipótesis sobre la z de Riemann, lo que podemos tener claro es que sea cual sea la respuesta, no marcará el final de un camino, sino que abrirá nuevos horizontes a los matemáticos. Basta fijarse que esa z, la dseta, es sólo la sexta letra del alfabeto griego, y aún queda mucho para completar ese conjunto que concluye en la omega.