Para aficionados a la música las variaciones constituyen una composición musical de especial deleite, donde apreciar los matices melódicos que pueden hacerse sobre un mismo tema original. Se trata de ejercitar una de las más antiguas técnicas musicales, la variación, a la que han recurrido a menudo los grandes compositores como Bach, Mozart, Beethoven, Brahms o Rachmaninov.
Quizás algún melómano se haya planteado la inabarcable tarea de calcular todas las posibles variaciones que podrían realizarse sobre un tema musical. Pero si le preguntan a un matemático por el cálculo de variaciones, de lo que les hablará es de una disciplina que no tiene nada que ver con patrones o tempos melódicos.
La historia del tal cálculo se remonta a Galileo Galilei (1564-1642), cuando en su obra “Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, Tolemaico y Copernicano” de 1632 se plantea el problema de dos esferas que se desplazan en caída desde un punto más alto a otro más bajo, una a lo largo de una línea recta y otra a lo largo de un arco de circunferencia. En esta variación de trayectorias, ¿cuál llega antes al final del recorrido? Los experimentos demuestran que en este caso la línea recta no es el camino más corto entre dos puntos: aunque la longitud del arco sea mayor, su inclinación hace que la velocidad de caída sea también mayor, con lo que el tiempo de caída se hace menor, así que la esfera que cae por el arco llega antes.
En 1696, Johann Bernoulli (1667-1748) lanza en la revista “Acta Eruditorum” la misma cuestión en términos más generales, como un reto para los matemáticos de la época: determinar la curva, entre las infinitas variaciones, por la que un cuerpo desciende en el menor tiempo posible entre dos puntos que no están en posición ni vertical ni horizontal, movido únicamente por efecto de la gravedad. Es el denominado problema de la curva braquistócrona (del griego “brachistos”, el más corto, y “chronos”, intervalo de tiempo). Como pista para encontrar la solución, Johann Bernoulli indicaba que dicha curva era bien conocida entre los matemáticos, y añade que media hora de profunda reflexión sería más que suficiente para una mente capaz.
Y así era, aunque la solución no fuera la circunferencia que había propuesto Galileo (que da un tiempo de caída menor que la línea recta, pero no da el menor tiempo posible), sino una curva sobre la que Jakob Bernoulli (1655-1705), hermano mayor de Johann, había publicado ya un trabajo en la misma revista “Acta Eruditorum”: la curva cicloide, definida como la trayectoria que describe un punto fijo de una circunferencia que gira sin deslizamiento a lo largo de una recta.
Volviendo con el reto lanzado por Johann Bernoulli, cumplido el plazo se habían recibido cuatro respuestas que, salvo la propuesta por el marqués de L’Hôpital (1661-1704), apuntaban todas a que la curva braquistócrona es una cicloide. Los tres matemáticos que así lo demostraron fueron el alemán Gottfried Leibniz (1646-1716), además de Jakob Bernouilli y el propio Johann Bernoulli, cuya respuesta tituló “La curvatura de un rayo en un medio no uniforme”, relacionando este problema de óptica con el problema de la braquistócrona.
Hubo que añadir, además, una quinta respuesta que apareció publicada de forma anónima en la revista “Philosophical Transactions”, cuyo autor terminó saliendo a la luz, pues como dijo Johann Bernoulli, “por las garras se reconoce al león”: era nada menos que el inglés Isacc Newton (1643-1727), en plena disputa con Leibniz por la invención del cálculo diferencial, un campo del análisis matemático que estudia los cambios de las funciones a partir de los cambios de las variables que las que dependen.
Vistas todas las demostraciones aportadas, la más completa y general fue la de Jakob Bernoulli, precisamente la que sirvió de inspiración a Leonard Euler (1707-1783) para publicar en 1756 una teoría de cálculo de mínimos y máximos de funciones en un trabajo que denominó “Elementos del cálculo de variaciones”, que es el nombre con el que los matemáticos conocemos esta disciplina dentro del cálculo diferencial.
Pero lo cierto es que si acudimos al diccionario de la Real Academia Española, encontraremos otro significado matemático para el término variación, ligado al campo de la combinatoria: una variación es cada uno de los subconjuntos de un mismo número de elementos de un conjunto dado, que difieren entre sí por algún elemento o por el orden de estos, donde los elementos pueden o no repetirse.
Un divertido ejemplo para entender estas variaciones con repetición lo encontramos en una obra literaria de Miguel de Unamuno, la novela “Amor y pedagogía”, donde el personaje del profesor don Fulgencio de Entrambosmares está dedicado a crear su “Ars magna combinatoria”, en la que analiza todas la combinaciones posibles en el conjunto de las cuatro “ideas madre” de su sistema filosófico: la muerte (M), la vida (V), el Derecho (D) y el deber (d). Así, el narrador nos habla de las estrafalarias “coordinaciones binarias” (variaciones con repetición de 4 elementos tomados de 2 en 2, de las que hay 42=16), en las que don Fulgencio estudia “el derecho a la vida, a la muerte, el derecho mismo y al deber; el deber de la vida, de muerte, de derecho y de deber mismo; la muerte del derecho, del deber, de la misma muerte y de la vida; y la vida del derecho, del deber, de la muerte y de la vida misma”. Y enlaza estas reflexiones con la frase del drama “Madera de reyes” de Henrik Ibsen, “¿Pero con qué derecho tiene derecho Hakon y no vos?”.
Si no les ha quedado claro el ejemplo, pueden seguir calculando con don Fulgencio las “coordinaciones ternarias o conternaciones” (variaciones con repetición de 4 elementos tomados de 3 en 3, de las que hay 43=64),
Y luego vienen las 256(=44) concuaternaciones, las 1024(=45) conquinaciones, en lo que constituye una inacabable y eterna reflexión esotérica de don Fulgencio… y una curiosa incursión de Unamuno en el cálculo combinatorio, que viene a demostrar una vez más que las matemáticas son para gente de letras.